Comienzan todos al mismo tiempo, como dirigidos por una divinidad titiritera. Con coordinación deslumbrante, puras hormiguitas, recogen las sillas y las toallas y las neveras y los juguetes y marchan. Es el éxodo playero diario, casi intuitivo, que no sé si surge por la altura del sol o el minuto que pasa y convierte la hora impar en hora punta.
Los playeros, tras el éxodo, nos desparramos por el pueblo, por los bares y restaurantes, los hogares y los supermercados. Y entonces quedan en la playa solo los lúcidos, los atrevidos y los melancólicos. O, quizás, solo los más toxicómanos. Si es que la playa, en realidad (ahí yace la cuestión del asunto), nos desnuda. Mejor: nos exhibe sin pudor. Y entonces nos vemos definidos en las lecturas que llevamos, el volumen de nuestra música, si somos de toalla o de silla, de radio o de revista.
Uno piensa en el ensañamiento que supone apalear hasta la muerte a una persona. Son muchos golpes y, al parecer, mucha gente convencida de agredir a un chico sin importar las consecuencias, sin ser conscientes de la línea roja que están cruzando para siempre. Pero la violencia no nace en el momento último de la agresión; se rastrea el origen desde mucho más atrás, sumergidos en un proceso inconsciente y peligroso. Porque para apalizar así a una persona, de manera grupal, primero hay que deshumanizarse y deshumanizar, convertir al otro en un objeto o un ser inferior, de otra categoría, sobre el que ejercer una violencia coral y sin control.
Para lo que vino después del ‘maricón‘ hay que hacer algo también horrendo: despojar a Samuel Luiz de su igualdad con respecto al resto. Despersonalizarlo en todos los sentidos, desvestirlo de ilusiones y de vida.
Me pregunto cómo se hace eso. Cómo se deshumaniza, cómo se sueltan las riendas del brutalismo, cómo aflora una agresividad colectiva de esa manera. Qué hay detrás de todo esto. Me obsesiona responderlo: cómo se acaba con la dignidad humana.
Discursos. Ficciones. Palabras que se cuelan como legítimas y que van construyendo el caldo de cultivo del futuro. Un futuro que ya es, por cierto, nuestro presente. Podemos discutir si el móvil fue o no fue, finalmente, la orientación sexual de Samuel Luiz; lo que no deberíamos dejar de plantearnos es, sin embargo, que la palabra ‘maricón‘, sumergida en su contexto, esconde en realidad los engranajes sociales y culturales de la deshumanización. Si no fue el móvil, fue el objeto legitimador de los golpes; se puede hacer lo que se hizo porque, entre otras cosas, Samuel era homosexual y, por lo tanto, dentro de este juego de legitimación inmoral e inhumana, un ‘alguien’ minoritario, inferior, estigmatizado.
Lo explica Aramburu en una de sus presentaciones de la obra, al lado de Iñaki Gabilondo: «mediante las narraciones [ficcionales], somos capaces de llegar a donde no llega ni la historia ni el periodismo. A la alcoba, a la cocina, al espacio íntimo, a las relaciones amorosas, a los momentos de las pesadillas». En esa difícil línea se mueve Patria, la galardonada obra de Fernando Aramburu (Premio Nacional de Narrativa; Premio Nacional de la Crítica Española; Premio Lampedusa), un fresco que se sostiene en la condición humana y que no es ni novela histórica ni novela política, aunque la historia y la política se entrecrucen, de manera ineludible, dentro del texto.
Lo que hace Patria, en realidad, es ayudar a comprender el impacto emocional que se vivió durante la actividad de ETA. La mirada se dirige, más bien, a las personas, a los sentimientos o, si lo prefieren, a lo que anida en las entrañas del ser humano. Ahí resurge el dolor expansivo, que atrapa y engulle a todo el mundo, la necesidad de perdonar -convertida la búsqueda del perdón en una causa vital- y la imposibilidad de olvidar. Una historia para acercarse al cómo se vivió, cómo se sintió, y no tanto al qué sucedió, a la cronología, a la historia, al análisis ideológico. Para eso, aviso, otras obras.
La trama de la novela gira en torno al destino de dos familias vascas muy unidas, encabezadas por Miren y Bittori, amigas del pueblo. La marginación social y el posterior asesinato del Txato, empresario vasco y marido de esta última, desgarra la convivencia y separa a las dos familias al instante, más aún tras la sospecha de que, dentro del comando de ETA responsable del crimen, se encuentra Joxe Mari, el hijo de Miren. Hay nueve protagonistas, nueve perspectivas distintas del mismo asesinato, nueve formas de encarar una realidad colectiva. Pero, dentro de esos nueve protagonistas, la mirada se dirige ineludiblemente a esas dos mujeres vascas, fuertes fuertes, como se diría en Euskadi, sumergidas en una vorágine de dolor que las paraliza, que las agrieta.
Hileras e hileras de cervezas colocadas milimétricamente reciben al cliente más curioso e intrépido. E hileras e hileras de cervezas colocadas milimétricamente sorprenden e impactan, sin ningún tipo de pudor, con toda su variedad de colores, sus diseños de botellas y de latas, sus nombres compuestos que suenan a lugares lejanos, sus sabores sugerentes entremezclados en un mismo recipiente. Uno se encuentra, de hecho, al borde del síndrome de Stendhal ante el catálogo de cervezas distintas, atípicas, todas calladas ante las manos que las cogen, les dan vueltas, las miran y las remiran. Y para salvar el vértigo que produce esa exploración inesperada, Carlos González sale de detrás del mostrador de su tienda, La Atlántica, y arranca a hablar poco a poco de un nuevo concepto de bebida que combate los tradicionalismos y se vuelca por completo en la experimentación: la cerveza artesana. Conversamos con él, más como un divulgador cervecero que como pequeño comerciante, sobre una bebida de autor que suena a zapatero y a manualidad, pero que en realidad viaja hacia la innovación para entender la cerveza desde un nuevo punto de vista.
PREGUNTA: ¿Qué implica el concepto de cerveza artesana? Sobre todo, en comparación con la industrial.
RESPUESTA: Podríamos partir de muchas definiciones sobre ambos conceptos. Lo esencial es que la cerveza artesana consiste en una denominación comercial para separar una manera de hacer cerveza diferente. ¿En qué se diferencia? Lo primero: se busca, por encima de todo, hacer una bebida interesante, que tenga sabores que nos llamen la atención y nos hagan pensar. Otra característica importante: la materia prima y los medios de producción deben ser de calidad. Hay que respetar los ingredientes; no se pueden utilizar ni sustitutos baratos ni técnicas que supongan atajos a la hora de elaborar cerveza para conseguir un mayor beneficio económico. Y a todo esto debemos añadirle la experimentación; los productores artesanos normalmente tienen en la cabeza ampliar el concepto de cerveza. Han aparecido, de hecho, más tipos de cerveza ahora que en los últimos cien o doscientos años.
P: Parece, desde el desconocimiento, que se revaloriza la lentitud. Incluso la manualidad.
R: Lo que sí revaloriza es hacer las cosas correctamente, con los tiempos que se necesitan para hacer las cosas bien. Manualmente o no eso ya es una elección. El problema de utilizar la palabra artesana en el mercado español para representar al sector es que suele haber una equiparación a lo que es un artesano tradicional, pero nos topamos con que en la cerveza artesana también se utiliza tecnología avanzada.
Me reprendo a mí mismo por no hacerlo lo suficiente; pienso mucho en el amor, en el mundo y en el futuro, pero dedico poco tiempo, en comparación, a los amigos. Al menos, no tanto como lo haría si mi cabeza fuera un mecanismo de comprensión rápida, con manual de instrucciones y claros bailes racionales. Ni siquiera soy consciente de si esta proporción que arranca el motor del artículo se encuentra más equilibrada de lo que yo pienso y siento; es lo malo y lo bueno de hablar de uno mismo: no puedes tomar distancias.
Dejémoslo en que pienso menos de lo que me gustaría en ellos. En los que llevan conmigo desde que comía chucherías en la tienda de dulces de mis padres, cuando era un soñador más pequeño; en los que me acompañan y me aguantan en las entrañas de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de Compostela; en los que estuvieron cerca de mí, pero ahora están abocados a mensajearme, a intercambiar palabras, pura textualidad, a través de ese contexto tan frío que brinda el teléfono móvil y las redes sociales.
Ahora que me bajo un momento del frenético carro de los días, les dedico las pocas cosas que tengo: unos cuantos pensamientos y otras tantas letras malamente juntadas.
Teño o privilexio de cobreguear nun oficio que da a potestade de preguntar abertamente, con seguridade, e sendo máis curioso que entremetido. E iso fixen ó longo do verán: preguntar sobre Ferrol e sobre o seu futuro, sobre as súas vantaxes e desvantaxes, sobre o seu tecido social e a visión que se ten, dende múltiples campos de actuación, dunha cidade estraña e cicatrizada. Eu, que sempre contemplei todo cunha certa distancia -a que creaba a ría, a que só aniquila unha lancha que aínda se obceca, para ben de todos, en continuar coa súa escisión das augas-, quería saber que representa Ferrol, que é o que padece.
E tiven a sensación, nas conversas que mantiven con fotógrafos, emprendedores, compañeiros e ata amigos, que todo confluía cara o mesmo destino, cara a mesma rúa, cara a mesma idea: o incrible impacto do pasado na memoria colectiva dos ferroláns, coma se fose moito máis real que a mesma realidade, que o mesmo presente. A imaxe común do Ferrol das últimas rabexadas do século XX aínda parece pervivir, ultradesenvolvida, nas conversas públicas e na propia percepción da cidade.
Últimamente, todo me parece más rectilíneo que antes; una hilera de momentos y una concatenación de sensaciones y trabajos -académicos, laborales- que se quedan atrás. Siento cómo todo avanza inexorablemente hacia adelante y apenas tengo la posibilidad de ver lo que hay a mis espaldas.
Me pasa, claro, con el propio tiempo. No hay forma de estar en un presente sólido; la existencia es esa continuación entre pasado y futuro de la que tanto se ha hablado y escrito, y aún así impacta. Nacer para contraer la obligación de morir; llegar e irse; todo, una línea imperturbable y necesaria, una recta donde solo las fotografías y la memoria, durante apenas unos segundos, permiten quedarse en lo que ya fue, en lo que ya ha sido. Cada día, por el mundo rápido, por la volatilidad, por la combinación entre naturaleza y tecnología, cuesta un poco más trazar un arco desde donde estoy, desde donde soy, hacia la hilera de velas apagadas que deja mi vida (la metáfora, de Cavafis). El tiempo no es circular, sino exageradamente lineal. Al final, eso lo delimita todo, de momento. Tampoco estoy seguro. Cada día superado en la existencia rectilínea desemboca en más dudas.
Las 20:00 marcan el momento de una cita casi obligada. Salimos a las ventanas, porque no hay tanto balcón como en el sur, e intentamos que se escuche lo máximo posible ese Resistiré del Dúo Dinámico, junto con los aplausos. Hay pocos vecinos, de momento, pero al menos queda el sonido en el aire, más leve de lo que quisiéramos, bailando entre el vacío de vida que coletea más allá de los marcos de las puertas y las contras de las ventanas. Seguimos el ejemplo italiano de hacernos compañía desde la distancia.
El acto se convierte en una ayuda; saber que tienes algo pendiente te da un motivo más para estructurar la rutina de la tarde. A las 19:30 ya estás avisando a la familia, espoleado por los vídeos de la televisión y las redes sociales, que son cada vez más creativos. Entonces te asomas y aplaudes, y los vecinos y vecinas se incorporan poco a poco, y les gritas y saludas, y cada uno perpetúa el homenaje. Primero, un homenaje a uno mismo, supongo, y luego a los grandes héroes para la mayor parte de la sociedad: cajeros y reponedores de supermercados, personal sanitario de hospitales, limpiadores en las calles… La punta de lanza de la crisis del coronavirus no solo está en los expertos, sino en el trabajo diario y público de todos ellos.
Apenas ha empezado el período de confinamiento. Queda todavía prácticamente un mes, porque es probable que el estado de alarma se prolongue, y ya pienso en la importancia que tiene cada acto. Discurrimos desde la cita de las 20:00 a la conversión del balcón en minúsculo escenario de teatro, en ágora de la casa. El balcón como metáfora del contacto social, de la unión y de la búsqueda de entretenimiento. Los djs montan el equipo, los músicos tocan, otros juegan al bingo. El aburrimiento (y eso que estamos todavía en un primer nivel) es la pieza fundamental para la explosión de creatividad. Responder a «¿Y si…?» se convierte en ese primer paso para la construcción de estos momentos. De balcón a balcón para sentirnos acompañados, porque también somos, indudablemente, dependientes de los otros. Zoon politikon.
1. Una ley orgánica regulará los estados de alarma, de excepción y de sitio, y las competencias y limitaciones correspondientes.
2. El estado de alarma será declarado por el Gobierno mediante decreto acordado en Consejo de Ministros por un plazo máximo de quince días, dando cuenta al Congreso de los Diputados, reunido inmediatamente al efecto y sin cuya autorización no podrá ser prorrogado dicho plazo. El decreto determinará el ámbito territorial a que se extienden los efectos de la declaración.
Salgo a la calle con la sensación de que, en vez de un virus, lo que estamos viviendo es una crisis por radiación. Aspiro con desconfianza el aire y me alejo de las personas con las que me cruzo en este pueblo coruñés con nombre de dios de la guerra. Corro para despejarme, pero también para ver qué hay en las calles. La mayor parte de las personas que encuentro se aglutinan alrededor de farmacias y supermercados; el resto pasea con los perros y hace algo de ejercicio, aunque estos últimos sean más bien rareza.
Pedro Sánchez ha declarado el estado de alarma, y no puedo evitar sentir el peso de esas palabras cada vez que salgo o me planteo salir a la calle. La victoria depende de cada uno de nosotros; el heroísmo consiste en lavarse las manos y quedarse en casa; todos tenemos una tarea y una misión en las próximas semanas. A partir de aquí, de esta activación del recurso legal para controlar poblaciones, hospitales privados y poner en marcha hasta al ejército, solo se divisa una situación más complicada.
En la prensa, en las esferas políticas, se habla del coronavirus como una emergencia que no atiende a fronteras externas ni internas, pero ahora la vida, más que nunca, se ampara en las fronteras para protegerse. Es una situación contradictoria, porque para terminar con el virus se necesita un trabajo global, que consiste nada más y nada menos que en encerrarnos en nuestras casas y poner barreras entre unos y otros. La frontera de nuestros hogares, luego la frontera de nuestras comunidades autónomas y más adelante la de nuestros países. Por primera vez en mucho tiempo, los europeos volvemos a enfrentarnos a ellas.
Ayer fue jornada de éxodo estudiantil. Hoy, el mediodía se avecina con un silencio atronador y asfixiante, apenas interrumpido por algún runrún de maletas y de tuppers vacíos que vuelven a casa, como un exhausto combatiente de alguna guerra lejana. Compostela se vacía rodeada de conversaciones sobre cuándo volveremos, sobre clases y calendario académico, sobre cuarentena, sobre Filmin y Netflix. También, claro, sobre responsabilidad, vuelos pendientes y Erasmus y SICUES atrapados. De golpe, con una segada perfecta, indecente, el coronavirus detiene la rutina. El ritmo trepidante que determina al siglo XXI pone freno por una causa mayor, por algo que siempre, de una forma u otra, ha escapado al control y conocimiento del Homo sapiens: la naturaleza.
Todo se calma, todo se reduce a un estado de alerta constante. Muere el ocio, y acabará muriendo el entretenimiento para dar paso a un ente que creíamos alejado de nuestras vidas, ese aburrimiento colosal, como un Saturno devorando a su hijo, que nos engullirá. O eso pienso. Un Saturno al que no estamos acostumbrados, ni siquiera yo, que actúo como un narrador ficticio de un diario aún más ficticio; ¿acaso no escribo por reflexión, Pílades que me llamo, plumilla con nombre heleno, apenas un juntador de letras de tres al cuarto, pero también por recuerdo y algún extraño tipo de ocio? Incluso, hasta escribo por algún extraño tipo de entretenimiento, aunque decir entretenimiento suena impúdico en un diario que aspira a convertirse en una crónica ficticia de algo que sucede de verdad. Aún por encima, hecha y rehecha por un autor, Pílades, que no es nadie, solo testigo con identidad ficticia, solo escritor de unos textos que no esperan prosperar más que para el desarrollo de mi ego inexistente.
Hoy, a trece de marzo, vuelvo a casa empujado por un coronavirus, COVID-19, que tiene una facilidad enorme para abrir brechas generacionales. Algunos compañeros míos, supongamos que con nombres igual de helenos, jóvenes ellos, se debaten de manera constante entre volver o no. Ante la idea de regresar, siempre se mantiene la imagen mental de un abuelo o abuela, de un padre o una madre con algún problema inmunológico, y esa posibilidad de ver cómo se les contagia el virus a través de la saliva y el contacto de sus propios nietos e hijos. Es un futuro demasiado factible en la mente de un estudiante; la idea de ser germen, de atraer el virus a la población de más riesgo, que en este caso es dolorosamente familiar, cercana y palpable.