Crónicas de Pílades (I) – Éxodo

13/03/2020

Ayer fue jornada de éxodo estudiantil. Hoy, el mediodía se avecina con un silencio atronador y asfixiante, apenas interrumpido por algún runrún de maletas y de tuppers vacíos que vuelven a casa, como un exhausto combatiente de alguna guerra lejana. Compostela se vacía rodeada de conversaciones sobre cuándo volveremos, sobre clases y calendario académico, sobre cuarentena, sobre Filmin y Netflix. También, claro, sobre responsabilidad, vuelos pendientes y Erasmus y SICUES atrapados. De golpe, con una segada perfecta, indecente, el coronavirus detiene la rutina. El ritmo trepidante que determina al siglo XXI pone freno por una causa mayor, por algo que siempre, de una forma u otra, ha escapado al control y conocimiento del Homo sapiens: la naturaleza.

Todo se calma, todo se reduce a un estado de alerta constante. Muere el ocio, y acabará muriendo el entretenimiento para dar paso a un ente que creíamos alejado de nuestras vidas, ese aburrimiento colosal, como un Saturno devorando a su hijo, que nos engullirá. O eso pienso. Un Saturno al que no estamos acostumbrados, ni siquiera yo, que actúo como un narrador ficticio de un diario aún más ficticio; ¿acaso no escribo por reflexión, Pílades que me llamo, plumilla con nombre heleno, apenas un juntador de letras de tres al cuarto, pero también por recuerdo y algún extraño tipo de ocio? Incluso, hasta escribo por algún extraño tipo de entretenimiento, aunque decir entretenimiento suena impúdico en un diario que aspira a convertirse en una crónica ficticia de algo que sucede de verdad. Aún por encima, hecha y rehecha por un autor, Pílades, que no es nadie, solo testigo con identidad ficticia, solo escritor de unos textos que no esperan prosperar más que para el desarrollo de mi ego inexistente.

Hoy, a trece de marzo, vuelvo a casa empujado por un coronavirus, COVID-19, que tiene una facilidad enorme para abrir brechas generacionales. Algunos compañeros míos, supongamos que con nombres igual de helenos, jóvenes ellos, se debaten de manera constante entre volver o no. Ante la idea de regresar, siempre se mantiene la imagen mental de un abuelo o abuela, de un padre o una madre con algún problema inmunológico, y esa posibilidad de ver cómo se les contagia el virus a través de la saliva y el contacto de sus propios nietos e hijos. Es un futuro demasiado factible en la mente de un estudiante; la idea de ser germen, de atraer el virus a la población de más riesgo, que en este caso es dolorosamente familiar, cercana y palpable.

«Es una realidad demasiado posible en la mente de un estudiante; la idea de ser germen, de atraer el virus a la población de más riesgo, que en este caso es dolorosamente familiar, cercana y palpable». // Fuente:  Visuals, Unsplash

Nueve coma cinco millones de estudiantes podrían encontrarse en una situación parecida. Cuanto menos, existirá la pugna entre la responsabilidad ciudadana y el deseo de estar en casa, si no se está todavía. El dilema es intergeneracional y se entremezcla con un miedo constante a no saber discernir entre un síntoma normal, como un malestar sin más o un dolor de cabeza repentino, y la idea de contar con la sintomatología del coronavirus.

Pienso, de golpe, en el estigma de tenerlo, como si fuera la peste o una conversión de persona a jinete del Apocalipsis, aunque los síntomas leves impliquen un aislamiento en casa y no un traslado al hospital más cercano. Al menos, de momento. Las conversaciones en las cafeterías estudiantiles, imagino, presupongo por experiencia, hablarán de hasta cuándo será, cómo se recuperarán las horas y también el dinero.

Se crea el miedo. Y el miedo pare la histeria colectiva. Y la histeria colectiva se lleva con todo lo que hay en los supermercados: carne de pollo, de ternera, atún, pasta, verduras. Las compras se hacen en cantidades grandes y ya no queda desinfectante. Y las fotos se comparten, allá y acá, de supermercados que vacían las entrañas con una rapidez pasmosa, con una surrealista forma de afrontar los días de cuarentena.

Entre ayer y hoy, ha renacido mucho en poco tiempo:  la desconfianza, la locura, la conciencia social, el desconocimiento, la fe en la ciencia, la visión futura del confinamiento.

Pero en fin, la esencia es que unos volvemos y todos nos separamos. A partir del lunes y, cuanto menos durante catorce días, los principales centros educativos de Galicia permanecerán cerrados. La prioridad del gobierno gallego, según se reflexiona en voz alta, grupalmente, es frenar la curva que explicaba Fernando Simón, director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias del Ministerio de Sanidad. Frenar la curva para que el número de contagios no se aglutine y colapse hospitales es el trabajo ciudadano, la tarea pendiente de todos. Al menos eso me repito en la cabeza, una y otra vez, como asistente ficticio a una pandemia real. Frenar la curva permite coordinar mejor los recursos disponibles; frenar la curva ayuda a tener a los afectados (me suena demasiado pandémico escribir infectados, la verdad) esparcidos en el tiempo. Cinco mil en dos meses nunca será lo mismo que cinco mil en dos semanas.

Ayer vi la primera mascarilla en uno de los buses interurbanos de Santiago. Hoy, las conversaciones ya son una mezcla de texto y bulos, y de gente que grita muy alto en mayúsculas, y que habla de Facebook y Twitter y de lo que ve por Instagram. El infierno digital, al menos para mí. Será así en este diario.

En el traqueteo del coche compartido (¿compartir se convertirá pronto en temeridad espartana?), me imagino qué escribiré los próximos días, desde la calma artificial, tensa, de mi casa. Quizá sobre películas que vea, poemas que lea y libros que recuerde. O sobre lo que encuentre en Internet, o lo que la gente diga por ahí. Escribiré lo que se me venga en el poco rato que pase en la calle, en lo que me llegue por el teléfono móvil. Ahondaré, si puedo, en las reflexiones mías, estas reflexiones de Pílades, de un joven estudiante anónimo, de una carrera anónima, alrededor de Malthus y el capitalismo y el hiperindividualismo y las conspiraciones y las imaginaciones alrededor de una cuarentena sin Internet.

Que escribiré por necesidad, que seré falso cronista, ficticio intérprete de una realidad extraña, de la que no sé ni cómo hablar, pero de la que hablo. Porque, al fin y al cabo, tampoco sé muy bien cómo vivirla y digerirla, pero acabo viviéndola y digiriéndola. En fin, cierro diario, dejo bolígrafo, que debo coger mi maleta, que comienza el aislamiento durante unas semanas. Oídme: el coronavirus está fuera, pero yo me siento seguro. Se me vienen de golpe los profesionales y expertos, y renuevo mi fe en ellos. Nunca he tenido más fe que ahora. Por ellos, por todos ellos, y por la tranquilidad y el descanso de nuestras mentes, que estarán saturadas de tanta pantalla y televisión, escribo. Escribo como recuerdo y escribo, sobre todo, como homenaje humilde. Pero escribo.

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