El nacimiento de la ciudad-vínculo

El bus arranca una mañana de finales de octubre, y de repente pienso que todo viaje empieza y termina con lo mismo: una despedida. A veces es solo decir adiós a una ciudad. Otras, abrazar a alguien hasta dentro de unos días, unos meses, un año o quizá nunca más.  A las despedidas inevitables se le unen los pálpitos. Porque, de una forma u otra, cuando viajamos, configuramos en nuestra mente una imagen más o menos nítida de los lugares a los que vamos. Incluso aunque no hayamos visto nada en Internet, ni una sola referencia visual, el nombre ya nos dice algo. En un viaje de cuatro días para ver dos ciudades europeas, la marcha y el pálpito se convierten, aún más, en ejes fundamentales de la experiencia. No da tiempo a nada más que confirmar pálpitos y dejar atrás edificios y personas.

Alejarse de Praga durante un tiempo es complicado. Es una despedida lenta porque las torres, todas las que tiene, tantísimas, incontables si no fuera por la tecnología o la paciencia, tardan en decir adiós y desaparecer del horizonte. Es como si no se pusieran de acuerdo para hablar, como si tuvieran que ir despidiéndose una a una del bus que me lleva lentamente hacia Brno.

Brno, para mí, es ciudad-parada.  Se convierte, en mi trayecto, en una pausa habitada y habitable; y es curioso cómo los pueblos y las ciudades representan diferentes roles, y las sentimos distinto en función de qué papel adopten. O sea, que tenemos diferentes pálpitos dependiendo de qué simbolizan en nuestro camino. Las esperamos de distinta forma según sean ciudad-parada, ciudad-destino, ciudad-salida o ciudad-tránsito. Ciudad-tránsito, porque pasa de largo a través de la ventanilla de un Flixbus. No da tiempo a bajarse, a recorrer ni una sola de sus calles; la ciudad-tránsito solo se ve desde una lejana posición, y se mantiene intocable hasta que desempeña, por fin, otro papel dentro de la función teatral de las ciudades.

Quizá las ciudades-tránsito sean las más interesantes por erigirse como las desconocidas. Siempre van a ser, dentro de su categoría, huecos de imaginación y posibilidades, a menos que las convirtamos rápidamente en ciudades-destino. En un viaje, jugamos en cierta manera a dominar las ciudades; tenemos el divino poder de cambiar su naturaleza, su origen, lo que esperamos de ellas.

Es difícil evadirse de los pálpitos que emiten las ciudades. No imaginar la estructura de sus calles, la estética de sus restaurantes, la amabilidad de sus habitantes, los edificios descuidados, la elección entre el dominio del peatón o del coche privado en su centro histórico… Y luego llega la oposición, la realidad luchando contra la imagen rápidamente moldeada y asentada en nuestra cabeza, hasta que de esa pugna salen los recuerdos que nos quedan, a caballo entre la representación imaginada y la representación real de la ciudad que visitamos.

Brno sonaba, ante todo, a algo parecido a Praga. Y con esto quiero decir que sonaba y sabía a torres de punta verde, a algún río divisorio, a Erasmus en la segunda ciudad más poblada de República Checa. Pero la diferencia es abismal no solo en número de habitantes (porque pasamos de un millón a aproximadamente cuatrocientos mil), sino en sensaciones.  Brno guarda su mayor encanto en la vida de sus ventanas y áticos y en la forma curvilínea de sus tejados. En cada ventana hay un pequeño cuadro sobre vida ajena, y en cada curva de los edificios existe una enorme sensualidad arquitectónica. También en la potencia de su catedral, con una fachada principal rodeada de casas y que no se abarca con una simple mirada. La potencia de rasgar el cielo, de sentirte pequeño ante un edificio en su total esplendor.

En la forma curvilínea de los tejados de Brno, existe una cierta sensualidad arquitectónica que cautiva.

Me encantaría escribir más sobre Brno, pero fue una simple ciudad-parada de unas pocas horas. Eso duró mi cita con ella. Me encantaría escribir, por ejemplo, sobre lo que sentí y vi sentado en alguna terraza de algún bar del centro, mirando hacia la catedral de San Pedro y San Pablo; me encantaría escribir sobre algún checo o checa llamativo o llamativa, sobre algún gesto bonito; me encantaría escribir sobre los edificios institucionales de la ciudad, sobre algún camarero amable, sobre los paseos por algún parque o el atardecer desde miradores desconocidos; me encantaría escribir sobre la Villa Tugendhat de Mies van der Rohe, sobre la comunicación de sus edificios y sus calles adoquinadas o la importancia de Brno dentro del reino de Moravia; me encantaría, pero no puedo, porque Brno fue efímera ciudad-parada, y solo se me ha quedado grabada en la mente la curvatura de sus edificios y la vida de los despachos de las ventanas, todo visto desde lo alto de Old Town Hall.

Al abandonar Brno, me asaltan las dos palabras que me perseguirán en el resto del viaje: consumo turismo. Y es como una pequeña puñalada que se me clava en el corazón, porque me recuerda que veo lo superficial, lo típico, y que apenas escarbo entre la tierra, que apenas sé nada aunque me pare a comérmelo todo por los ojos, cada rincón de los cascos históricos o cada gesto de los locales; consumo ciudades como libros o películas, corriendo, fingiendo que profundizo cuando realmente solo meto un dedo de mis dos manos en sus lagos. Y en el segundo bus, Brno me grita desde atrás que vuelva, que apenas he visto nada, solo su escaparate, que no he pasado del maquillaje para salir por la noche. Que así no se me quedará nada en la cabeza de ella ni de sus gentes. Que coja la mochila durante más de un día y pasee por ella, sin importarme el dónde acabar. Trago saliva, acomodado en el asiento, y cierro los ojos hasta que la voz del conductor, en checo, me dice que hemos llegado a Bratislava.

Y la capital eslovaca, con sus quinientos mil habitantes, me constata que prefiero las ciudades pequeñas antes que las grandes urbes; que no sé por qué, pero construyo vínculos más fuertes alrededor de las calles tranquilas, los bares sencillos, las distancias cortas a pie, antes que con los edificios imponentes, de postal, y el ajetreo de metros, tranvías, buses y resto de turistas. Prefiero la variedad reducida antes que la inmensidad de la oferta en experiencias y servicios. Quizá considere como privilegio poder llegar a todos los lugares de la ciudad a pie, o sin tomar más de un transporte público por el camino.

Bratislava es aún media ciudad. Su centro está repleto de bares modernos, con terrazas que tienen sobre cada una de las sillas, como respuesta cultural al clima, sus propias mantas del Ikea. Media ciudad porque vive dentro de un país aún infante, con apenas veintiséis años desde la división de Checoslovaquia en el noventa y tres. Eso explica que, si te alejas del casco histórico, encuentres cerca de la estación de buses un centro financiero en construcción y veas cómo las franquicias multinacionales están llegando poco a poco a la ciudad (Zara abrió su primera tienda en la capital en el 2007; la única que había en Eslovaquia hasta ese momento).

Es, entonces, un lugar líquido, que todavía necesita consolidar parte de su identidad, pero que parece mirar más al futuro que otras ciudades. Aunque si recorres sus monumentos históricos, es imposible que Bratislava no te hable un poco de la historia que la recorre, con grandes puntos en común con sus vecinos: nazismo dominador, comunismo asfixiante y luego la elección por sí solos de la ruta a seguir.

La imagen que se me ha quedado en la cabeza de la capital eslovaca, más allá de su castillo límpido, allá en la colina, o de sus locales agradables, es la de la autopista que está justo delante de la catedral de San Martín. De las más grandes del país, la catedral se convirtió en el centro de coronaciones del Reino de Hungría durante más de doscientos cincuenta años. Así que ha sido testigo de capas arrastrándose por el suelo y de pueblos aclamando a reyes húngaros, cuando ambos reinos estaban unidos por la historia y cuando la anterior capital de los húngaros había caído en manos otomanas.

Y ahora, apenas a unos metros de distancia, en una oposición constante, porque al final incluso la arquitectura, como nuestra propia existencia, está marcada por las oposiciones, se encuentra la vía principal de la ciudad y, puede ser, del país. Una autopista de constante ajetreo, que contrasta con la calma que debiera haber cerca de la catedral, y que se enfrenta estética y simbólicamente a la religión predominante dentro de la conservadora sociedad eslovaca.

Apenas unos metros de tierra de nadie separan los cimientos de la mayor catedral de Eslovaquia con el de la autopista construida durante el régimen comunista.

Así que, en un análisis semiótico, la carretera cumple con su función primaria y esencial, la de facilitar el transporte de personas y objetos, así como de servicios, a la ciudad y al resto de puntos geográficos. Pero en un segundo nivel de profundidad, la carretera, construida por el régimen comunista sobre las cenizas de una sinagoga, es todo un recordatorio del enfrentamiento entre dos visiones de la sociedad local; un recordatorio de que no pudieron derrumbar también la catedral de San Martín, como hicieron con la sinagoga, porque sería retar a toda la población eslovaca, pero sí colocar delante de ella una infraestructura que estuviera atacándola día tras día con el runrún de los coches. Apenas hay unos metros de tierra de nadie, y ahí podemos ser testigos de un enfrentamiento pasivo-agresivo, simbólico, arquitectónico, que deja marca.

Me subo al tercer bus, que se ha convertido en otro compañero de viaje más, y tengo la sensación de que, a veces, las ciudades se me mezclan en la cabeza, todas estas ciudades de Europa Central. Y entonces se juntan sus ríos y sus pequeñas colinas, también sus castillos, que suelen ser más palacios que fortalezas, y sus centros históricos reconstruidos, machacados por el peso del nazismo o del comunismo, y las diferentes lenguas y los diferentes caracteres. Todo se me entremezcla y se me asienta en la mente una única ciudad, líquida y moldeable, hecha de retazos de realidad, pero basada única y exclusivamente en la imaginación; un monstruo del doctor Frankenstein arquitectónico.

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Bratislava y Budapest comparten más cosas aparte del río Danubio. Sobre todo, una línea histórica definida, cuando la capital eslovaca, antes de ser propiamente capital, se convirtió en parte central del reino húngaro. Me deslizo desde una Bratislava en construcción a una Budapest reconstruida, después de una Segunda Guerra Mundial devastadora para la ciudad; desde una Bratislava que aún se lame heridas a una Budapest con cicatrices relativamente cerradas.

La principal pugna que queda en la ciudad, de una forma implícita, es la de Buda y Pest. Las colinas, en Buda, con todo su esplendor y su cuidada estética, sus parques, sus edificios cuidados, sus calles empedradas, su poco ajetreo en el tráfico, las instituciones de gobierno justo frente al pueblo, a Pest, que es la llanura, la vida laboral, social, los ruin bars, el ajetreo, la suciedad más palpable, el aire más denso. Estas ciudades río parecen, más que nada, hechas para el choque de edificios, para los enfrentamientos simbólicos. Y eso es parte de su encanto.

Budapest se presenta más cálida que Praga, por tomarla como referencia. Más sucia, con un ambiente distinto, no tan rígido o distante como el de la capital checa. A Praga se la quiere poco a poco, sirve para una relación duradera, pero Budapest es el chico guapo o la chica atractiva que entran al pub y que te alucinan. Sus principales monumentos están hechos, simplemente, para la alucinación. Muestran una belleza impúdica, pero quiero creer que el encanto de Budapest está más allá de sus edificios turísticos. Quizás en sus miradores, en tomar una cerveza en lo alto de la Citadella, justo al atardecer.

De todo lo que hago en tan poco tiempo, lo que más me cala es llegar a la Plaza de los Héroes y descubrir un reto en la mirada de cada una de las estatuas. Me planto delante de los siete líderes tribales húngaros y observo sus nombres y sus gestos, la expresión de su rostro y la agresividad de su indumentaria. Los caballos parecen recién llegados desde alguna región de Asia, después de una extenuante marcha de días. Las lanzas están preparadas, las hachas desenfundadas, y todos rodean a Árpád el Conquistador, el príncipe que los llevó a convertirse en piedra justo en el medio de la plaza. Y detrás de los siete líderes de las siete tribus, el resto de los símbolos de la nación húngara: comandantes, príncipes, reyes y políticos. Los recorro uno a uno, fijándome en sus ropas de lujo y en los tratados que desconozco pero que, estoy seguro, hablan más que ellos mismos, e intento descifrar los mosaicos que hay a sus pies, casi todos relacionados con batallas y sangre. Siento, en medio de aquella gran plaza, un poco de historia congelada en piedra.

En la Plaza de los Héroes, uno atisba algo de historia congelada en piedra, desde los siete líderes tribales hasta los iconos del nacionalismo húngaro. // Fotografía: Sol Anglada

Y luego, entre todo el resplandor de la capital húngara, encuentro un bus azul de Arriva, la compañía alemana, que me recuerda a casa. Es el mismo bus que utilizaba día tras día para ir al instituto, o para alejarme del pequeño pueblo de donde he salido. Y aquel bus me habla de la globalización, porque no deja de ser un vehículo alemán operando en tierras gallegas y que ahora, de sopetón, aparece en una de las calles de Budapest. Me siento un poco descolocado, pero también familiar con su color, con el diseño y sus asientos. Le tomo una foto y prosigo hasta la estación de tren, preparando la despedida.

***

El tren cierra la odisea. Cuatro días y tres países, y consumo turismo, pero sigo adelante e intento rescatar lo máximo posible, como esta crónica. Marcho con la mochila cargada de algunas certezas, pero, sobre todo, diferentes pálpitos. Se me asienta en la cabeza la idea de que he de volver, con más calma y algo más de edad, a los lugares que he visitado. Convierto a Praga en ciudad-destino, con esa capacidad de ser Dios que me otorgan los viajes, pero pienso ahora en un nuevo tipo de categoría que se salga de la utilidad de las ciudades: ciudad-vínculo.

La ciudad-vínculo se construye a sí misma dentro de uno. Todos, diría, tenemos alguna ciudad-vínculo en el interior. Nuestro hogar, el lugar donde estudiamos, el pueblo de verano… Y es que la ciudad-vínculo va más allá de ser una ciudad que te haya resultado bonita; hay algo en ella que cala dentro de ti, que hace que la eches de menos de vez en cuando, igual que a una persona. Sus edificios, al menos algunos, te hablan con familiaridad, y sus calles no te son desconocidas, incluso aquellas que nunca has conocido.  Son ciudades que se te quedan en la memoria y que crean una relación no solo con tu mente, sino también con tu corazón. La ciudad-vínculo no se puede racionalizar, porque va más allá de eso. No se eligen, tampoco. Surgen de vez en cuando. En la ciudad-vínculo, es donde dejas más recuerdos.

Al final, lo más importante y gratificante de un viaje es acabarlo con una ciudad-vínculo más en tu interior. Me guardo a Santiago de Compostela, a Heidelberg y a Bratislava en un cofre custodiado por algún dragón. Y el dragón, de vez en cuando, resoplará y dirá que existen ciudades, como algunas personas, que dejan tanta marca que nunca se van.

 

 

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