La fortaleza de las dualidades

¿Cómo enfrentarse a la catedral de San Vito? ¿Cómo establecer un vínculo igualitario con el castillo de Praga, esa roca ennegrecida por el tiempo allá arriba, en la colina? Porque cuando paseo por la ciudad, el castillo y la catedral siempre están por encima, observando y, quizá, hablando entre sí, pero nunca conmigo; el vínculo que se crea es desigual, a veces injusto y hasta doloroso. Solo por breves momentos, cuando lo mundano -dígase, entonces, los humanos- alcanzamos la cumbre, logramos mirar cara a cara a la catedral y al antiguo centro neurológico de la capital checa. En el resto de ocasiones, uno se limita a contemplarlo con un distanciamiento abismal y, a lo mejor, se pregunta qué o quién ha sido capaz de rivalizar contra aquello que se eleva impúdicamente a lo largo de tantos siglos.

Qué, quién, qué, quién… ¿Quedarán los restos de los edificios que compitieron en importancia con el castillo, los que intentaron mirar cara a cara al conjunto palaciego? Me lo pregunto una y otra vez, como si estuviera martirizándome con una cuestión a la que no tenía respuesta, hasta ahora. Porque si achinamos los ojos desde lo alto del castillo y nos quedamos mirando el horizonte, quizá nos detengamos en esa basílica menor que emerge entre el verde de un pequeño montículo y que no está mirando directamente a la catedral de San Vito, sino que parece ignorarla, sin entrar en una pugna fálica con la torre que corona Praga.

Acudo a Vyšehrad como si me hubiera enfundado en la piel de un adicto a alguna sofisticada droga, pero no es nada más que la curiosidad latiendo, viajando, deseando morir (la curiosidad siempre tiene algo de suicidio). Me encuentro, de golpe, con la vieja fortaleza reconvertida en lugar de dualidades. Allí está la muerte, el cementerio de ilustres checos, frente a la vida, con la guardería y la escuela bien cerca; allí están los parques y las risas de los niños, que son, por cierto, los dueños de la zona. Vyšehrad es simplemente una fortaleza de niños que corretean de un lado a otro, a veces esquivando a algún turista que pareciera perdido, pero que simplemente ha mirado más allá de las primeras páginas del buscador de Google.

El sonido de los coches es el más injusto recordatorio de que el mundo sigue más allá de Vyšehrad. Si no fuera por el rugido de los motores, me quedaría observando la continua caída de las hojas amarillas entre las estatuas claras, recientes, antitéticas a la negritud de las torres de la basílica de San Pablo y San Pedro. Aquellas estatuas se convierten en la afirmación de que Vyšehrad es más melancolía que historia y más relato que realidad; si me quedo quieto,  escuchando más allá del lejano runrún de los automóviles o de las lenguas de los turistas, parece que escucho la voz de Libuše, allí tan callada y tan tranquila, impertérrita, o el ajetreo de las piedras al construir aquel otro castillo, aquel otro edificio que ya no existe, que ahora solo es un cuadrado verde al lado de la basílica; el segundo castillo de Praga que compitió y perdió, porque la piedra tampoco aguanta el paso del tiempo. Vyšehrad, si uno piensa con calma, nos ofrece la prueba de que la eternidad no existe para nada ni para nadie. Que nada perdura, vamos, pues se convierte en polvo y el polvo vuela, se limpia o se olvida.

De hecho, no hay ningún cartel que me hable de Libuše. Nada ni nadie descifrará el contenido de sus palabras susurradas, de su eco bailando entre los troncos de los árboles. No encontraré nada sobre aquellas ruinas que quedan, por poco tiempo, y desde donde arrojaba a sus amantes. Sabiéndolo, veo que el recinto amurallado habla de la unión entre la ciudad y sus mitos. Y delante de la estatua de la lejana reina, solo puedo presuponer un diálogo secreto y permanente, inaudible, entre ella y la tierra en la que resiste. El mito, allí, sobrevive.

Me acerco a uno de los miradores, dándole la espalda al río Moldava, y de golpe aparece el castillo de Praga y su catedral. Ahora sí que estamos en igualdad de altura y de condiciones, aunque no nos miremos fijamente a la cara. Quizá sea Vyšehrad uno de los pocos lugares para retar a la catedral y al castillo, aunque nos mantengamos siempre distantes, siempre en un enfrentamiento inacabable. Él, el castillo, está allá, y yo estoy aquí. Nada más.

Es complicado despedirse, incluso de los lugares a los que vas a volver unos días después. Porque en Vyšehrad sientes una extraña calidez con los árboles; con las hojas amarillas que bailotean en el aire; con los turistas que van y vienen, alejados del ajetreo masificado del centro; con la chica vestida de novia sacándose fotos; con la sopa de tomate en alguno de los pequeños bares; con el cementerio repleto de bustos casi romanos, que nos dicen que sí, que la muerte nos iguala a todos, pero en otro mundo, porque el terrenal sigue siendo materialista; con la historia palpitando, diciendo todo lo que hubo y ya no hay; con los niños que, curiosamente, reinan con el futuro en la mano para dominar al pasado de la pequeña colina.

Cuando dejo atrás los dobles portones que guardan la entrada a la zona tranquila, familiar, pienso que estamos hablando de dualidades y de contradicciones, y que no hay nada más humano que las dualidades y las contradicciones. Vyšehrad rezuma humanidad, pero una humanidad sentimental, como una densa melancolía que te habla del pasado, de lo que se irá y no volverá, y de cómo llenarse de vida para sobrevivir; y esa densa melancolía va desde las estatuas claras hasta la punta de las torres de la basílica, desde la guardería hasta el más minúsculo recoveco de las letras de las tumbas, y termina en los llantos y las risas de los niños, que quizá se atrevan, como yo -aunque me ha costado reunir la valentía suficiente para mantenerle la mirada a la catedral de San Vito- a plantarle cara a los dos edificios que nos dominan y que acaparan toda nuestra atención día tras día. Hagámoslo ahora que podemos, antes de que nosotros ya no estemos o, peor aún, ya no esté ni la catedral ni el castillo ni Praga. Ni Vyšehrad ni Libuše ni el Moldava. Antes de que solo quede, única y exclusivamente, lo que pueda guardar la mente humana.

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