La alegría de recuperarse

En estos tiempos oscuros y profundos, a veces cuesta encontrar un rincón donde cobijarse. Se solidifica la tristeza y la maldad en todo el horizonte: la guerra, la fatiga pandémica, los ahogos económicos, la rutina cansada. Arrastramos ya dos años de impactos psicológicos y de vaivenes vitales, y salen las ansiedades, las depresiones y el agotamiento. Explota, como aquel volcán canario, el drama y la dinámica peligrosa de tener una juventud sin esperanza.

Y quizá por eso, seguramente por todo eso, he tomado la decisión casi ideológica de impedir que se me vayan los sueños y las ilusiones de la boca del estómago, de las cavernosidades del cerebro. Miro hacia el futuro imaginando (imaginar, qué verbo) el momento justo donde soplen buenos vientos —que soplarán—; el momento justo donde la tristeza y el cansancio vuelen libres hasta la inexistencia —que volarán—; ese instante donde regrese el sol, los reencuentros y algunas de las cervezas que han esperado pacientemente su turno. Todo eso volverá: es parte bendita e irremediable de la gran aventura.

Combato con el máximo número de recursos todo esto, la tristeza que desarma y el cansancio mental que anula. Lo hago desde la consciencia de que es inevitable sentir ambas, pero también desde un hábito nuevo que va calando en mí y se va instaurando en la rutina: afino la mirada para encontrar alegría en las pequeñas cosas. Es quizás una consecuencia directa de la pandemia. Al necesitar más energía, algo de luz blanca dentro de la rutina grisácea, dedico mucho más tiempo a buscar momentos y procesos inéditos que aporten algo de calma. Aunque sea, sí, solo durante un breve instante, apenas unos efímeros minutos en el océano inmenso del reloj y su minutero.

Es un hábito (post)pandémico: encontrar alegría en espacios y momentos nuevos. Por ejemplo, en percibir cómo se alargan los días. En cómo la luz, el mundo, el tiempo se recupera del invierno. // Fotografía: Anton Darius.

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Los cansancios

La certeza me llega siempre en los peores momentos: la única forma que tengo de sobrevivirme es escribiendo. Desde pequeño hasta ahora, apenas hace falta barrer un poco para encontrar la línea recta que conecta ambas edades, ambos tiempos. Y es una línea recta hecha de tinta y de palabras y de páginas, todo extendido sobre la línea, la línea convertida en un altar. ¿Un altar? Sí, supongo que a todo eso —a simplemento eso— me entrego para seguir adelante con fe absoluta. Lo hice desde pequeño; escribir como cura, como principal remedio para mantener la salud mental, la mínima cordura.

Escribir, por ejemplo, para combatir los cansancios diarios. No sé si es justo decir que solo escribiendo encuentro ese momento de echar el ancla, aspirar, mirar alrededor, mirarse adentro; bajarse la cremallera de las entrañas y asomar los ojos, toda la mirada, sin miedo a empaparse de líquidos propios. Solo escribiendo me puedo hacer un ovillo y pensar, y entenderme, y descansar. Descansar… a veces suena raro, a veces suena distante. ¡Descansar en lo mental, y no solo en lo físico! Pienso: no hay otra forma de entender la escritura que no sea como una herramienta para el descanso.

Solo me sirve crear desde la aparente nada, y que surjan los edificios, los personajes, los lugares, las conversaciones, la compañía, la arquitectura imaginada. // Foto: Marilyn Huang.

Lo he notado en estos largos períodos sin escribir ficción: cómo el cuerpo se me tensa, la mente se me enrabieta, el espíritu se me eriza, y el proceso de enajenación siempre termina aquí. Es decir, ante la hoja en blanco del documento de texto, la extensión infinita del blog digital, el desahogo de las teclas que se van atracando de tanto usarlas. El proceso termina ante el acto artesano de escribir sin rumbo, ante la estatua fuerte, de piedra, o de mármol, o de bronce, donde me apoyo y respiro y pienso, miro, entiendo, cojo fuerzas.

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El éxodo playero

Comienzan todos al mismo tiempo, como dirigidos por una divinidad titiritera. Con coordinación deslumbrante, puras hormiguitas, recogen las sillas y las toallas y las neveras y los juguetes y marchan. Es el éxodo playero diario, casi intuitivo, que no sé si surge por la altura del sol o el minuto que pasa y convierte la hora impar en hora punta.

Los playeros, tras el éxodo, nos desparramos por el pueblo, por los bares y restaurantes, los hogares y los supermercados. Y entonces quedan en la playa solo los lúcidos, los atrevidos y los melancólicos. O, quizás, solo los más toxicómanos. Si es que la playa, en realidad (ahí yace la cuestión del asunto), nos desnuda. Mejor: nos exhibe sin pudor. Y entonces nos vemos definidos en las lecturas que llevamos, el volumen de nuestra música, si somos de toalla o de silla, de radio o de revista.

Me pregunto qué dejo en las playas que visito; qué recuerdos, qué trozos de mí, qué nuevos descubrimientos. La mayor parte de las veces, no sé responderme (esa es la mejor respuesta, parece).

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Los viejos amigos

Me reprendo a mí mismo por no hacerlo lo suficiente; pienso mucho en el amor, en el mundo y en el futuro, pero dedico poco tiempo, en comparación, a los amigos. Al menos, no tanto como lo haría si mi cabeza fuera un mecanismo de comprensión rápida, con manual de instrucciones y claros bailes racionales. Ni siquiera soy consciente de si esta proporción que arranca el motor del artículo se encuentra más equilibrada de lo que yo pienso y siento; es lo malo y lo bueno de hablar de uno mismo: no puedes tomar distancias.

Dejémoslo en que pienso menos de lo que me gustaría en ellos. En los que llevan conmigo desde que comía chucherías en la tienda de dulces de mis padres, cuando era un soñador más pequeño; en los que me acompañan y me aguantan en las entrañas de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de Compostela; en los que estuvieron cerca de mí, pero ahora están abocados a mensajearme, a intercambiar palabras, pura textualidad, a través de ese contexto tan frío que brinda el teléfono móvil y las redes sociales.

Ahora que me bajo un momento del frenético carro de los días, les dedico las pocas cosas que tengo: unos cuantos pensamientos y otras tantas letras malamente juntadas.

(Andrew Buchanan, 2018)

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A existencia tras as grúas de Navantia

Teño o privilexio de cobreguear nun oficio que da a potestade de preguntar abertamente, con seguridade, e sendo máis curioso que entremetido. E iso fixen ó longo do verán: preguntar sobre Ferrol e sobre o seu futuro, sobre as súas vantaxes e desvantaxes, sobre o seu tecido social e a visión que se ten, dende múltiples campos de actuación, dunha cidade estraña e cicatrizada. Eu, que sempre contemplei todo cunha certa distancia -a que creaba a ría, a que só aniquila unha lancha que aínda se obceca, para ben de todos, en continuar coa súa escisión das augas-, quería saber que representa Ferrol, que é o que padece.

E tiven a sensación, nas conversas que mantiven con fotógrafos, emprendedores, compañeiros e ata amigos, que todo confluía cara o mesmo destino, cara a mesma rúa, cara a mesma idea: o incrible impacto do pasado na memoria colectiva dos ferroláns, coma se fose moito máis real que a mesma realidade, que o mesmo presente. A imaxe común do Ferrol das últimas rabexadas do século XX aínda parece pervivir, ultradesenvolvida, nas conversas públicas e na propia percepción da cidade. 

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La vida recta

Últimamente, todo me parece más rectilíneo que antes; una hilera de momentos y una concatenación de sensaciones y trabajos -académicos, laborales- que se quedan atrás. Siento cómo todo avanza inexorablemente hacia adelante y apenas tengo la posibilidad de ver lo que hay a mis espaldas.

Me pasa, claro, con el propio tiempo. No hay forma de estar en un presente sólido; la existencia es esa continuación entre pasado y futuro de la que tanto se ha hablado y escrito, y aún así impacta. Nacer para contraer la obligación de morir; llegar e irse; todo, una línea imperturbable y necesaria, una recta donde solo las fotografías y la memoria, durante apenas unos segundos, permiten quedarse en lo que ya fue, en lo que ya ha sido. Cada día, por el mundo rápido, por la volatilidad, por la combinación entre naturaleza y tecnología, cuesta un poco más trazar un arco desde donde estoy, desde donde soy, hacia la hilera de velas apagadas que deja mi vida (la metáfora, de Cavafis). El tiempo no es circular, sino exageradamente lineal. Al final, eso lo delimita todo, de momento. Tampoco estoy seguro. Cada día superado en la existencia rectilínea desemboca en más dudas.

El vértigo de dirigirse ineludiblemente hacia adelante; la imposibilidad de quedarse, durante un rato, en un presente sólido. (TQ, 2018)

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La fortaleza de las dualidades

¿Cómo enfrentarse a la catedral de San Vito? ¿Cómo establecer un vínculo igualitario con el castillo de Praga, esa roca ennegrecida por el tiempo allá arriba, en la colina? Porque cuando paseo por la ciudad, el castillo y la catedral siempre están por encima, observando y, quizá, hablando entre sí, pero nunca conmigo; el vínculo que se crea es desigual, a veces injusto y hasta doloroso. Solo por breves momentos, cuando lo mundano -dígase, entonces, los humanos- alcanzamos la cumbre, logramos mirar cara a cara a la catedral y al antiguo centro neurológico de la capital checa. En el resto de ocasiones, uno se limita a contemplarlo con un distanciamiento abismal y, a lo mejor, se pregunta qué o quién ha sido capaz de rivalizar contra aquello que se eleva impúdicamente a lo largo de tantos siglos.

Qué, quién, qué, quién… ¿Quedarán los restos de los edificios que compitieron en importancia con el castillo, los que intentaron mirar cara a cara al conjunto palaciego? Me lo pregunto una y otra vez, como si estuviera martirizándome con una cuestión a la que no tenía respuesta, hasta ahora. Porque si achinamos los ojos desde lo alto del castillo y nos quedamos mirando el horizonte, quizá nos detengamos en esa basílica menor que emerge entre el verde de un pequeño montículo y que no está mirando directamente a la catedral de San Vito, sino que parece ignorarla, sin entrar en una pugna fálica con la torre que corona Praga.

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El último violonchelo de Collioure

«Estos días azules

y este sol de la infancia…»

Machado no volvió a escribir más versos desde el veintidós de febrero del 1939. Los últimos coronan el artículo y los encontraron, quizá con timidez o tristeza inabarcable, en su abrigo. Un Antonio Machado que hoy revive en la mente y en los dedos de muchos, algunos con profunda melancolía y otros con ganas de cimentar su discurso político con intelectuales prestigiosos, independientemente de sus vidas o sus pensamientos. El poeta murió en Collioure, en ese ir de exiliados españoles a sabe Dios dónde, refugiados de una guerra que ha dejado raíces difíciles de arrancar en vez de heridas.

Fotógrafo: Massimo Sartirana

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La elección de los espejos

Fotógrafo: Henrique Macedo.

Ha de ser la lucha que más cansa de todas. Ese andar pesado de la cama al baño, aún drogado por el efecto de unas sábanas demasiado apegadas al cuerpo y a la cara; esa luz grisácea que se cuela entre las cortinas y crea una línea en el suelo que sigo con los pies, intentando no desviarme del camino que lleva al baño. Me encuentro otra vez conmigo  mismo y examino las curvas de mis ojos, el pelo o los ríos del cuerpo. Se cuela, de golpe, la imagen de lo que ha hecho el pasado de mí, todos los cambios que he vivido o estoy viviendo. El espejo, transición hacia la ducha reparadora y el agua que combate la deshidratación del alcohol y el sudor secuestrado de la noche. El espejo, paso previo a la rutina. El pijama que cae al suelo, los pies descalzos y el vaquero enjaulando los pelos de las piernas y transformándose en la nueva piel del muslo.

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La cárcel de hastío

La nada, el blanco, el silencio, el vacío. El aburrimiento, el hastío por la vida, el fin del mundo. Las voces, la mente quebrada, los pelos arrancados, el abrazo a las piernas del guardia, las lágrimas. El blanco, la nada, el silencio, el vacío.

Fotógrafo: Luca Bravo

Habían pasado varios meses desde la creación de las cárceles de hastío. Cada día, más delincuentes terminaban en las salas asépticas y comenzaban con la lucha inacabable contra la nada. Los primeros sentenciados a estos centros sonreían, optimistas, por escapar de la pena de muerte. Se relamían ante los jueces mientras la opinión pública enseñaba los dientes y clamaba sangre, no silencio. Querían sufrimiento, y sufrimiento tuvieron.

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