El éxodo playero

Comienzan todos al mismo tiempo, como dirigidos por una divinidad titiritera. Con coordinación deslumbrante, puras hormiguitas, recogen las sillas y las toallas y las neveras y los juguetes y marchan. Es el éxodo playero diario, casi intuitivo, que no sé si surge por la altura del sol o el minuto que pasa y convierte la hora impar en hora punta.

Los playeros, tras el éxodo, nos desparramos por el pueblo, por los bares y restaurantes, los hogares y los supermercados. Y entonces quedan en la playa solo los lúcidos, los atrevidos y los melancólicos. O, quizás, solo los más toxicómanos. Si es que la playa, en realidad (ahí yace la cuestión del asunto), nos desnuda. Mejor: nos exhibe sin pudor. Y entonces nos vemos definidos en las lecturas que llevamos, el volumen de nuestra música, si somos de toalla o de silla, de radio o de revista.

Me pregunto qué dejo en las playas que visito; qué recuerdos, qué trozos de mí, qué nuevos descubrimientos. La mayor parte de las veces, no sé responderme (esa es la mejor respuesta, parece).

En la playa nos vamos descubriendo, justo entre los granitos de arena que se nos escapan de las manos. Descubrimos las sombras, la paciencia o el valor de las imperfecciones de nuestro cuerpo. Todo eso antes y también durante el éxodo playero, el momento culmen de la experiencia, la gran marcha después del bronceado. Entre medias, en la playa, salen las intrigas familiares: cotilleos, relaciones en descomposición y construcción, hábitos educativos, parejas de malas formas y poco futuro.

Si es que por surgir, surgen hasta adicciones. Yo, por ejemplo, soy adicto a ver las lecturas que se pasean por los arenales. El año pasado había mucho de Harari, y este año no faltan a la cita ni los Lorenzo Silva ni los Javier Castillo. Juan Gómez Jurado, ni uno hasta el momento. Estoy rastreando a ver si veo a Eva García Sáenz de Urturi o Irene Vallejo. Es una adicción jodida, la mía, porque el ebook también abunda en la playa, y lo malo del ebook es que no puedes curiosear la portada.

Son malos tiempos para la toxicomanía literaria.

De la playa me gustan hasta los textos, porque salen cosas fluidas, pura ola y espuma y marca del bañador y niño/a gritón/a; textos que saltan de un lado a otro, aparecen y desaparecen sus temas, sus aristas. Justo como este, escrito entre boli y libreta y píxel, que no sabe qué decir ni a lo mejor tiene que saberlo. Nada más ofrecen lo mejor de sí mismos: compañía y consuelo.

Lo bueno del verano son los textos. Asoman artículos distintos que de repente hablan de todos esos temas ocultos por la inmediatez mediática, textitos con ritmo y temperaturas altas.

Metido en lo estival, compruebo que hay hasta privilegios: las caravanas de coches que se forman durante el éxodo (recordad: ese momento pautado en el que todo el mundo recoge las cosas y marcha, se despide, abandona, rechaza el regalo nostálgico de la golden hour) hacen que sepa mejor esa libertad de ir andando a la playa. En nuestras piernas, caben las libertades y las responsabilidades.

Tienen razón los brujos chamanes: si es que lo más jodido en ocasiones es ser parte del éxodo playero. Irte cuando no quieres, cuando estás acomodado, feliz, bien acompañado. Irte casi obligado, o porque no queda más remedio, pues es lo necesario, lo gregario, la última opción. Irte de la playa como nos vamos de casa, de Galicia, de España: con el corazón encogido y el único deseo de seguir sobreviviendo.

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