Me reprendo a mí mismo por no hacerlo lo suficiente; pienso mucho en el amor, en el mundo y en el futuro, pero dedico poco tiempo, en comparación, a los amigos. Al menos, no tanto como lo haría si mi cabeza fuera un mecanismo de comprensión rápida, con manual de instrucciones y claros bailes racionales. Ni siquiera soy consciente de si esta proporción que arranca el motor del artículo se encuentra más equilibrada de lo que yo pienso y siento; es lo malo y lo bueno de hablar de uno mismo: no puedes tomar distancias.
Dejémoslo en que pienso menos de lo que me gustaría en ellos. En los que llevan conmigo desde que comía chucherías en la tienda de dulces de mis padres, cuando era un soñador más pequeño; en los que me acompañan y me aguantan en las entrañas de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de Compostela; en los que estuvieron cerca de mí, pero ahora están abocados a mensajearme, a intercambiar palabras, pura textualidad, a través de ese contexto tan frío que brinda el teléfono móvil y las redes sociales.
Ahora que me bajo un momento del frenético carro de los días, les dedico las pocas cosas que tengo: unos cuantos pensamientos y otras tantas letras malamente juntadas.
Cuanto más lejos vivo de mi pueblo, de esa villa tranquila de barcas marineras, más afortunado me siento al ser parte de una pandilla. La clásica, la de niños que han crecido juntos, que han ido tomando rumbos dispares, que han elegido entre ciencias y letras, y luego entre carreras y cursos superiores, y más adelante -estamos ya ahí, a las puertas-, entre lugares para vivir y trabajar. La pandilla es, ante todo, un recordatorio identitario; cuanto más lejos vivo de mi pueblo, más entiendo el impacto del dónde y con quién he crecido.
Los chavales que conforman esta cuadrilla de la que hablo me ayudan a entender qué soy en las honduras de mis entrañas, en la esencia: un chico a medio caballo entre la cordura y la locura, de humor negro y risa estridente, que lee mucho y juega a videojuegos y a veces le da por ser algo cansino con sus peroratas. No me juzgan por lo que consiga o deje de conseguir en lo académico y en lo laboral; me permiten volver a la despreocupación añorada de la infancia. Lo primigenio sale a flote con ellos, y el espacio que crean se convierte en una válvula de escape del mundo, de la inminente vida adulta. Pienso en ellos, que han visto mi bigote incipiente y mis pocas destrezas gimnásticas; que reconocen siempre a mi yo real, al que iba andando a su lado hacia el instituto; que valoran que mantenga mi sentido del humor y mi alegría. No saben que, en gran parte, yo sigo siendo yo porque ellos siguen siendo ellos.
Aunque no puedo negar, claro, que he cambiado. Y las personas que han estado cerca de mí durante casi cuatro años de vida en Santiago han intervenido directamente en esa metamorfosis parcial. Me han ayudado a toparme de frente con mis defectos, a balancearlos y a moderarlos, y han sido los principales actores del shock que supone encontrar gente con la que conectas en gustos, en pasiones y en formas de entender y ver el mundo.
Un viejo amigo de la facultad, al que aprecio con todo lo que tengo, me regaló en nuestro primer año Los cínicos no sirven para este oficio, de Ryszard Kapuściński. Me dijo que era el libro que quería regalarle a alguien que le marcase al entrar en la carrera. Creo que este breve artículo intenta funcionar de la misma forma: como breve homenaje a ellos, los que compartieron conmigo conversaciones entre cafés y pinchos de tortilla, trabajos agotadores, borracheras, estrés, recomendaciones de películas y de series, reflexiones interesantes muy distintas a las mías. Pienso en ellos y los veo a todos, a los chicos y chicas que todavía soportan mis desgastadas bromas, como artesanos que me han cincelado en silencio, con cariño y delicadeza. Lentamente, sin darme cuenta, me he imbuido de parte de sus gustos y aficiones, de parte de sus pensamientos, de parte de su visión de la cultura. Han enriquecido un jardín monocolor, poniendo más variedad entre las pocas plantas y árboles que ya se encontraban allí antes.
Muchos viejos amigos caerán -caeremos- de manera inevitable en la lejanía textual. Y el tercer grupo, presiento, irá creciendo conforme la madurez vaya llegando; la liquidez digital sustituirá a la solidez del trato real y diario. Pero, paradójicamente, son los viejos amigos que se encuentran en la distancia los que suelen tirarme del abrigo y obligarme a que tome asiento en algún banco. Primero, para responderles y, segundo, para recordar.
Son los que más me sorprenden porque no les espero, porque no sé por dónde llegarán, convertidos en notificaciones. Un compañero de Bachillerato me escribe de vez en cuando para comentarme lo que está leyendo, para recomendarme libros y para preguntarme si me suena este o aquel autor. Hablamos de Hemingway, de Conrad, de Kipling, y un poco de qué tal va todo; un antiguo amigo catalán, que conocí en Praga y con el que compartí efímeramente un mes de estancia, también me escribe de vez en cuando, y me cuenta alguna anécdota interesante de alguna película, y hasta me prescribe las lecturas que le han gustado, aún siendo poco lector; otra aventurera de Erasmus me etiqueta en una publicación sobre el 17 de noviembre y la Revolución de Terciopelo, justo cuando andábamos, hace un año, por aquellas mismas calles de la capital checa, inmersos en un espectáculo distinto, emotivo. Pienso en ellos, en la alegría que me dan esos viejos amigos que, de repente, ante la palabra, el libro y la literatura, se acuerdan de mí y utilizan su tiempo para recomendarme una buena lectura, para preguntarme y acompañarme, durante una breve conversación digital, como antes lo hacían. Para, simplemente, recordarme.
Las amistades salen y entran, se enfrían, se convierten en ruinas, pero van quedando los recuerdos. Van quedando desperdigados trocitos de viejos amigos en los lugares que compartimos y en los objetos que los definen. Es buen consuelo saber que, aunque las cosas cambien, aunque el mundo avance, aunque la existencia prosiga y la gente se transforme, siempre podamos sentarnos con un café o un té y algo de música y un libro, y acordarnos de los amigos que han compartido viaje y que han recorrido nuestro camino. Aquellos que nos han llenado la mochila de buenos momentos y que nos ayudan a saber quiénes somos y de qué estamos hechos.