El último violonchelo de Collioure

«Estos días azules

y este sol de la infancia…»

Machado no volvió a escribir más versos desde el veintidós de febrero del 1939. Los últimos coronan el artículo y los encontraron, quizá con timidez o tristeza inabarcable, en su abrigo. Un Antonio Machado que hoy revive en la mente y en los dedos de muchos, algunos con profunda melancolía y otros con ganas de cimentar su discurso político con intelectuales prestigiosos, independientemente de sus vidas o sus pensamientos. El poeta murió en Collioure, en ese ir de exiliados españoles a sabe Dios dónde, refugiados de una guerra que ha dejado raíces difíciles de arrancar en vez de heridas.

Fotógrafo: Massimo Sartirana

Es complicado imaginarse a un Machado, fumador incansable, destrozado y acosado por el asma y los problemas de corazón. También a su anciana madre sin fuerzas, y a todos los españoles maltratados, con la vida en la espalda o en la mano; maletas, mantas, cestos, a veces nada. Una imagen en blanco y negro que hemos visto repetida a color no hace mucho, seguramente con historias bastante parecidas. Un hogar roto y la huida como única posibilidad de sobrevivir.

A Machado lo enterraron en un panteón prestado. Sobre su ataúd, una bandera republicana cosida en tierras francesas. Su madre, Ana Ruiz, falleció tres días después, justo cuando cumplía 85 años. Hizo realidad la frase que había pronunciado en Rocafort: «Estoy dispuesta a vivir tanto como mi hijo Antonio».

«Dice la esperanza: un día 
la verás, si bien esperas. 
Dice la desesperanza: 
sólo tu amargura es ella. 
Late, corazón… No todo 
   se lo ha tragado la tierra» 

A.M.

En 1945, se decidió recaudar dinero para construirle una tumba al poeta y a su madre. Comenzó así un dilatado período de aportaciones económicas. Pau Casals, que no había tenido relación con Machado pero que veía en él un maestro del pensamiento, un ejemplo de fidelidad democrática, quiso correr con todos los gastos, pero rechazaron la idea. La iniciativa se fraguaba como un intento popular y conjunto de homenajear a Machado, alejado de individualismos. No solo Casals, sino también Albert Camus o André Malraux aportaron dinero para la tumba. El 16 de julio de 1958, se trasladaron los restos mortales de madre e hijo. Y durante el acto, Pau Casals quiso tocar su violonchelo. No le dejaron. Decidió, horas después, rendirle su personal homenaje a Machado.

Me lo imagino cargando con tranquilidad su instrumento, con el sol cayendo sin clemencia sobre el pueblo de Collioure a las cuatro de la tarde, que es cuando el mundo está un poco más quieto y un poco más muerto, y la desidia invade mentes y cuerpos. Prepararía el asiento y el violonchelo, y en la soledad del cementerio, horas después del entierro, tocaría con tristeza y desaliento El cant dels ocells. El músico frente al silencio, solo en su particular concierto. Nadie lo escucharía más que los muertos, más que Ana Ruiz y Antonio Machado, y no habría mejor forma de homenajearlos que hacerlo alejado de los focos de la atención, sin grandes multitudes ni aplausos. Ondearía alguna bandera republicana, como aún lo hace ahora, y se quedaría haciéndole triste compañía al poeta muerto.

Y así, quizás Pau Casals se iría con una espina menos en el corazón, y dejaría al cementerio degustar su propio vacío y silencio. Se iría y dejaría atrás a un Antonio Machado que escapaba de la España sinrazón, la misma que quebrantaría a otros grandes nombres. A los Lorca, a los Miguel Hernández.  Dejaría atrás a un poeta que hoy vuelve, que hoy también nos hace pensar en Soria, en las aulas de un instituto de Baeza, en Madrid, en Rocafort, en Collioure. Por encontrar, lo encontramos en un sinfín de versos, suyos y de otros, como los de Gloria Fuertes:

En esta primavera ya del cincuenta y nueve,
quiero decirte Antonio
cómo va tu Castilla
-que marcha igual que siempre-,
el trigo ya verdea
y Emilio tras las mulas,
han hecho un sindicato
y el hombre sigue hambre,
el sol sigue más sol
y aquí no pasa nada,
tan sólo tu recuerdo
metido entre mis rejas
recordando tus versos
y tu amor a mi estampa.
Antonio, ¿tú qué piensas
de estos homenajes?
¿Te gustan? ¿Te disgustan?
¿Te dan… justicia? Habla.

[…Y mira tú que al poeta
que se muere al fin y al cabo
le ponen y le disponen
al final, aplauso al rabo…]

Parece que te oigo,
temí escucharte algo.
Antonio mío dentro,
y fuera el gran Machado,
te quiero todavía
poeta sin pecado
concebido en España
y muerto en extrarradio;
yo te hago la pascua
cantándote, cantando
porque tú eras humilde
y sencillo y gallardo,
te moriste de solo
y ahora viene el rosario,
tú te has muerto desnudo
y ahora viene el ropario;
que, más tarde que nunca,
más vale silenciarlo.

Algunos te queremos
y los más te admiramos,
y los otros, te usan
sin saber tu «diario»,
pero a ti, ¿qué te va?
muerto estás sin estarlo.

Y hasta tus enemigos
hoy recitan Machado.

Lo encontramos aquí y allá, desperdigado por los paisajes de España y en un confín de Francia. Lo encontramos como símbolo de quienes se fueron y no volvieron. Lo encontramos con su madre, ya ambos polvo e historia. Lo encontramos, si fuéramos hacia atrás, paseando por una playa francesa, abatido y retrotraído a aquellos soles de la infancia, a aquellos días azules que no volverían nunca más. Hoy, veintidós de febrero, volvemos a sus versos y a aquel valiente y solitario violonchelo que entregó arte al arte.

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