El nacimiento de la ciudad-vínculo

El bus arranca una mañana de finales de octubre, y de repente pienso que todo viaje empieza y termina con lo mismo: una despedida. A veces es solo decir adiós a una ciudad. Otras, abrazar a alguien hasta dentro de unos días, unos meses, un año o quizá nunca más.  A las despedidas inevitables se le unen los pálpitos. Porque, de una forma u otra, cuando viajamos, configuramos en nuestra mente una imagen más o menos nítida de los lugares a los que vamos. Incluso aunque no hayamos visto nada en Internet, ni una sola referencia visual, el nombre ya nos dice algo. En un viaje de cuatro días para ver dos ciudades europeas, la marcha y el pálpito se convierten, aún más, en ejes fundamentales de la experiencia. No da tiempo a nada más que confirmar pálpitos y dejar atrás edificios y personas.

Alejarse de Praga durante un tiempo es complicado. Es una despedida lenta porque las torres, todas las que tiene, tantísimas, incontables si no fuera por la tecnología o la paciencia, tardan en decir adiós y desaparecer del horizonte. Es como si no se pusieran de acuerdo para hablar, como si tuvieran que ir despidiéndose una a una del bus que me lleva lentamente hacia Brno.

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La fortaleza de las dualidades

¿Cómo enfrentarse a la catedral de San Vito? ¿Cómo establecer un vínculo igualitario con el castillo de Praga, esa roca ennegrecida por el tiempo allá arriba, en la colina? Porque cuando paseo por la ciudad, el castillo y la catedral siempre están por encima, observando y, quizá, hablando entre sí, pero nunca conmigo; el vínculo que se crea es desigual, a veces injusto y hasta doloroso. Solo por breves momentos, cuando lo mundano -dígase, entonces, los humanos- alcanzamos la cumbre, logramos mirar cara a cara a la catedral y al antiguo centro neurológico de la capital checa. En el resto de ocasiones, uno se limita a contemplarlo con un distanciamiento abismal y, a lo mejor, se pregunta qué o quién ha sido capaz de rivalizar contra aquello que se eleva impúdicamente a lo largo de tantos siglos.

Qué, quién, qué, quién… ¿Quedarán los restos de los edificios que compitieron en importancia con el castillo, los que intentaron mirar cara a cara al conjunto palaciego? Me lo pregunto una y otra vez, como si estuviera martirizándome con una cuestión a la que no tenía respuesta, hasta ahora. Porque si achinamos los ojos desde lo alto del castillo y nos quedamos mirando el horizonte, quizá nos detengamos en esa basílica menor que emerge entre el verde de un pequeño montículo y que no está mirando directamente a la catedral de San Vito, sino que parece ignorarla, sin entrar en una pugna fálica con la torre que corona Praga.

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