Últimamente, todo me parece más rectilíneo que antes; una hilera de momentos y una concatenación de sensaciones y trabajos -académicos, laborales- que se quedan atrás. Siento cómo todo avanza inexorablemente hacia adelante y apenas tengo la posibilidad de ver lo que hay a mis espaldas.
Me pasa, claro, con el propio tiempo. No hay forma de estar en un presente sólido; la existencia es esa continuación entre pasado y futuro de la que tanto se ha hablado y escrito, y aún así impacta. Nacer para contraer la obligación de morir; llegar e irse; todo, una línea imperturbable y necesaria, una recta donde solo las fotografías y la memoria, durante apenas unos segundos, permiten quedarse en lo que ya fue, en lo que ya ha sido. Cada día, por el mundo rápido, por la volatilidad, por la combinación entre naturaleza y tecnología, cuesta un poco más trazar un arco desde donde estoy, desde donde soy, hacia la hilera de velas apagadas que deja mi vida (la metáfora, de Cavafis). El tiempo no es circular, sino exageradamente lineal. Al final, eso lo delimita todo, de momento. Tampoco estoy seguro. Cada día superado en la existencia rectilínea desemboca en más dudas.
Me pasa esto, también, con el oficio que apenas conozco y que he elegido con las entrañas y el instinto. Las jornadas laborales que estoy viviendo miran mucho, siempre, al día siguiente, al periódico del mañana. No hay tiempo para hablar de lo de ayer, apenas un poco sobre lo de hoy. Cada periódico sacado se transforma en periódico fuera de control, rebelde y revolucionario, pájaro lejos del nido. Y lo importante es que en el futuro siga estando y siga habiendo tinta, fotos y papel. Otra carretera recta, con pocos rodeos y parones.
Hasta los videojuegos se basan en un principio de linealidad: pasar un nivel, una pantalla, un reto, un escenario y ser consciente de que no se va a regresar a él. No hay remordimientos en mis actos dentro del mundo de píxeles. Y quizás ahí también esté su encanto.
Leo, en Librerías, de Jorge Carrión, estas frases de Susan Sontag:
Continúan allí. Pero no continuarán allí por mucho tiempo. Lo sé. Por eso fui. Para despedirme. Cada vez que viajo, es inevitablemente para despedirme.
Viajar camufla el ciclo vital de la línea recta, porque es despedirse de lugares y de personas, pero también implica un regreso a algún otro sitio, a algún posible hogar. Tarde o temprano, se regresa, se vuelve, como se regresa con las fotografías y la memoria.
Internet, las redes sociales, la digitalidad, también son el dominio del avance, la inevitabilidad de que las cosas se pierdan en su dinamismo y liquidez. Paradójicamente, escribo entradas así en este rincón hecho de retazos, de extractos, para que quede algo atrás, a la deriva de las páginas web. Para eso sirve la escritura.
A veces tengo la suerte de estar viviendo un momento feliz y ser consciente de ello. Diría que la explosión emocional de esos instantes, pocos pero valiosos, compensa cualquier vértigo ante la certeza de no poder regresar nunca más a ellos de la misma forma en la que los estoy viviendo.
Al final, todo esto -¿qué es todo?– va de intentar disfrutar a sabiendas de que nada se detiene. El mundo, la maquinaria y el resto siguen y cambian. Es necesario.
Aunque escribo y hablo solo desde mi experiencia, aunque solo conozco una vida, al menos sé que es mía. Y saberlo me da tranquilidad existencial. ¿Sabéis? Nadie me puede quitar eso: el derecho y el deber de vivirla.