Patria, el documento humano

Lo explica Aramburu en una de sus presentaciones de la obra, al lado de Iñaki Gabilondo: «mediante las narraciones [ficcionales], somos capaces de llegar a donde no llega ni la historia ni el periodismo. A la alcoba, a la cocina, al espacio íntimo, a las relaciones amorosas, a los momentos de las pesadillas». En esa difícil línea se mueve Patria, la galardonada obra de Fernando Aramburu (Premio Nacional de Narrativa; Premio Nacional de la Crítica Española; Premio Lampedusa), un fresco que se sostiene en la condición humana y que no es ni novela histórica ni novela política, aunque la historia y la política se entrecrucen, de manera ineludible, dentro del texto.

Lo que hace Patria, en realidad, es ayudar a comprender el impacto emocional que se vivió durante la actividad de ETA. La mirada se dirige, más bien, a las personas, a los sentimientos o, si lo prefieren, a lo que anida en las entrañas del ser humano. Ahí resurge el dolor expansivo, que atrapa y engulle a todo el mundo, la necesidad de perdonar -convertida la búsqueda del perdón en una causa vital- y la imposibilidad de olvidar. Una historia para acercarse al cómo se vivió, cómo se sintió, y no tanto al qué sucedió, a la cronología, a la historia, al análisis ideológico. Para eso, aviso, otras obras.

La trama de la novela gira en torno al destino de dos familias vascas muy unidas, encabezadas por Miren y Bittori, amigas del pueblo. La marginación social y el posterior asesinato del Txato, empresario vasco y marido de esta última, desgarra la convivencia y separa a las dos familias al instante, más aún tras la sospecha de que, dentro del comando de ETA responsable del crimen, se encuentra Joxe Mari, el hijo de Miren. Hay nueve protagonistas, nueve perspectivas distintas del mismo asesinato, nueve formas de encarar una realidad colectiva. Pero, dentro de esos nueve protagonistas, la mirada se dirige ineludiblemente a esas dos mujeres vascas, fuertes fuertes, como se diría en Euskadi, sumergidas en una vorágine de dolor que las paraliza, que las agrieta.

Patria como una pieza más del espacio para la memoria; el eslabón emocional se une al sociológico, al político y al histórico.

Permitidme decir que estamos ante una novela valiente, que pretende desgranar un estado ánimo, una fractura no solo social, sino emocional. Que quiere reflejar lo más complicado: el sentir de las personas, escondidas tras los rasgos irreales de la ficción. Una historia en la que no se oculta el dolor en ningún lado, y que siempre ha tenido el peligro de caer en un retrato de blancos y negros. Añado: la obra deja bien claro que hay víctimas y victimarios. No se elude ese hecho, como tampoco se elude el retrato humano -por lo tanto, completo- de un etarra, o de la madre de un etarra, o de la violencia que se encuentra desperdigada por todos lados. Y eso implica entender que Joxe Mari es también un jugador de balonmano prometedor, un chaval que cazó pájaros en el bosque y, que tuvo una pandilla que fue, poco a poco, girando hacia el extremo abertzale. En fin, que fue persona.

«Lo que ofrezco en este libro es mucho más que unos episodios directamente relacionados con el terrorismo; ofrezco trozos de vida encarnados por un elenco de personajes a los que intento dotar de volumen humano»

(Fernando Aramburu, 2016)

Patria se expande hacia todos los lados, empapa todas las esquinas del conflicto; desde la sacralización del espacio y la construcción de un silencio colectivo, representado sobre todo en la figura de Joxian, hasta las torturas en el cuartel de Inchaurrundo y las políticas de dispersión a las que se sometían a presos etarras y sus familiares. Una complicada fragmentación temática que se sitúa en el centro del drama y va recogiendo las voces, las muchísimas voces y las muchísimas emociones a su alrededor. Ahí está su punto fuerte: es un fresco. No un alegato. O, en todo caso, como defiende Aramburu, un «alegato contra el dolor».

Si nos deslizamos poco a poco hacia lo formal, podemos ver que la técnica acompasa esta forma de entender la historia. La narración no cae en una densidad que dificulte su lectura. Al revés, Aramburu opta por un estilo depurado, fluido y sin adornos literarios, sin sintaxis complicada o vocabulario selecto. En esencia, mucho diálogo y sencillez para conectar con ese volumen humano de los personajes. Hay, también, una acertada elección a la hora de despersonalizar la historia. Tanto los personajes como los espacios en los que se relacionan son moldes, ejemplos sin referencias geográficas o apellidos que identifiquen, que individualicen. Los estereotipos ficcionales que crea, por lo tanto, tienen una funcionalidad clara que los justifica: con ellos, el lector puede aproximarse a muchos pueblos, a muchas arrano tabernas, a muchos casos concretos y detallados.

Nos encontramos, pues, con una novela de personajes y no de acciones, y también es un factor a tener en cuenta cuando se aborda su lectura y se construyen las expectativas. No hay giros de trama sorprendentes; el posicionamiento de Aramburu como autor confluye hacia una historia donde prima la construcción de las relaciones humanas por encima de un guion trepidante. La técnica se dirige hacia la gestión de los monólogos interiores y de las voces, en la procura de lo visceral. Y esa es una de las cuestiones más sorprendentes de Patria: la fluidez con que, de forma imperceptible, pasa de una primera a una tercera persona, cambia la perspectiva dominante, la voz pensadora, gira de un lado a otro y hasta el narrador interviene pidiendo explicaciones, preguntas, concreciones dentro del diálogo o de la descripción de cierto personaje.

El uso de monólogos interiores y de analepsis reflejan la maestría de Aramburu a la hora de vertebrar la narración de la historia. Es más, el asesinato del Txato aparece y desaparece, está aquí y allá, y va surgiendo con cada protagonista, con sus consecuencias personales, nueve veces. La acción más potente de la historia se repite sin que chirríe, desperdigada, en una forma que recuerda a Crematorio, de Chirbes -otra de esas novelas, apunta este reseñista de poca monta, donde los pensamientos y las analepsis son centrales, pero con una densidad estilística triplicada-.

«Pero un hombre puede ser un barco. Un hombre puede ser un barco con el casco de acero. Luego pasan los años y se forman las grietas. Por ellas entra el agua de la nostalgia, contaminada de soledad, y el agua de la conciencia de haberse equivocado y la de no poder poner remedio al error, y esa agua que corroe tanto, la del arrepentimiento que se siente y no se dice por miedo, por vergüenza, por no quedar mal con los compañeros. Y así el hombre, ya barco agrietado, se irá a pique en cualquier momento».

(Patria, página 455)

¿Pegas? ¿Problemas? Quizá la homogeneización de los personajes a la hora de encarar los diálogos y expresarse; hay una cierta tendencia a que todos hablen de manera semejante, con el mismo ritmo, las mismas construcciones sintácticas o los mismos insultos (predominancia absoluta del cagüendiós por todos lados). Incluso cuando se establecen diferencias de riqueza léxica y clase social se cae en lo homogéneo dentro de cada grupo. Un detalle nimio, eso sí, que no impide el éxito en la construcción de los personajes.

Con Patria, uno entiende mejor las heridas y las cicatrices, el dolor incapacitante del País Vasco. Es una pieza más de un espacio para la memoria, que cumple su función como objeto literario y cuya lectura, si se quiere profundizar en el impacto de ETA, se debe acompañar de otros textos históricos, películas, documentales y archivos fotográficos. No se constituye como La Novela sobre el tema -tendríamos que acudir, seguramente, al núcleo mismo de la literatura vasca y comenzar a leer y comparar- pero sí un eje central en su comprensión, una capa más, una dimensión más para fraguar, cada uno, su opinión y su perspectiva de la realidad.

Patria es lo que es. Para algunos, un relato glorificador del constitucionalismo, parcial en lo político, puesto al servicio del statu quo; para otros, una historia simplista, poco creíble, de lágrima fácil y humanizadora del terrorismo. Dejémoslo en un documento humano que acerca lo que se sintió a los que apenas sabemos nada, a los que apenas conocemos una ínfima parte de aquel trauma social. Al final, tengámoslo en cuenta, la literatura hace lo que hace: encarna, libera y remueve. Que no es poco.

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