En estos tiempos oscuros y profundos, a veces cuesta encontrar un rincón donde cobijarse. Se solidifica la tristeza y la maldad en todo el horizonte: la guerra, la fatiga pandémica, los ahogos económicos, la rutina cansada. Arrastramos ya dos años de impactos psicológicos y de vaivenes vitales, y salen las ansiedades, las depresiones y el agotamiento. Explota, como aquel volcán canario, el drama y la dinámica peligrosa de tener una juventud sin esperanza.
Y quizá por eso, seguramente por todo eso, he tomado la decisión casi ideológica de impedir que se me vayan los sueños y las ilusiones de la boca del estómago, de las cavernosidades del cerebro. Miro hacia el futuro imaginando (imaginar, qué verbo) el momento justo donde soplen buenos vientos —que soplarán—; el momento justo donde la tristeza y el cansancio vuelen libres hasta la inexistencia —que volarán—; ese instante donde regrese el sol, los reencuentros y algunas de las cervezas que han esperado pacientemente su turno. Todo eso volverá: es parte bendita e irremediable de la gran aventura.
Combato con el máximo número de recursos todo esto, la tristeza que desarma y el cansancio mental que anula. Lo hago desde la consciencia de que es inevitable sentir ambas, pero también desde un hábito nuevo que va calando en mí y se va instaurando en la rutina: afino la mirada para encontrar alegría en las pequeñas cosas. Es quizás una consecuencia directa de la pandemia. Al necesitar más energía, algo de luz blanca dentro de la rutina grisácea, dedico mucho más tiempo a buscar momentos y procesos inéditos que aporten algo de calma. Aunque sea, sí, solo durante un breve instante, apenas unos efímeros minutos en el océano inmenso del reloj y su minutero.