‘Membrana’, de Jorge Carrión: la viralización de una voz bioalgorítmica

Llegar hasta las últimas obras de Jorge Carrión (Tarragona, 1976) libre de contextos es quizás una forma sutil de suicidarse. Para darle sentido a esta tesis tremendista: el universo de Carrión juega mucho, juega todo el rato, con la estructura y la voz, con los géneros y sus fronteras, con el lector. Son artefactos lúdico-culturales que tienen su propia melodía y van consolidando, de manera multimedia, su abanico de referencias, narrativas y vocabulario. Sucede en la simbiosis de diario y ensayo de Lo viral (Galaxia Gutenberg, 2020), en la mezcolanza de lo vivencial y lo literario de Librerías (Anagrama, 2013) y también aquí, en Membrana (Galaxia Gutenberg, 2021), el libro que más demanda estar imbuido del paisaje creativo de Carrión.

¿Qué es Membrana? Lo primero, lo más sintético: una experiencia lectora. Es complicado salir de la lectura de la obra indemne, tal y como se entró en este del Museo del Siglo XXI, después de haberse dejado tocar por los tejidos, las redes algorítmicas, las inteligencias ya-no-artificiales, ahora siempre orgánicas, que dominan todo el hilo narrativo. Es complicado hasta escribir este texto sobre la novela sin utilizar las estructuras sintácticas y expresiones de esa voz narradora omnisciente, femenina, en primera persona del plural, como un coro griego clásico, trágico; una voz tan potente y arrolladora que hasta Carrión soñaba con su lengua, que ya no es nuestra, que es enteramente suya. Por las dudas y por las deudas.

Vista de la portada de Membrana, la obra de Jorge Carrión
La nueva novela de Carrión es un alarde estructural y, también, un ejemplo paradigmático de una voz narrativa poderosa.

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Los cansancios

La certeza me llega siempre en los peores momentos: la única forma que tengo de sobrevivirme es escribiendo. Desde pequeño hasta ahora, apenas hace falta barrer un poco para encontrar la línea recta que conecta ambas edades, ambos tiempos. Y es una línea recta hecha de tinta y de palabras y de páginas, todo extendido sobre la línea, la línea convertida en un altar. ¿Un altar? Sí, supongo que a todo eso —a simplemento eso— me entrego para seguir adelante con fe absoluta. Lo hice desde pequeño; escribir como cura, como principal remedio para mantener la salud mental, la mínima cordura.

Escribir, por ejemplo, para combatir los cansancios diarios. No sé si es justo decir que solo escribiendo encuentro ese momento de echar el ancla, aspirar, mirar alrededor, mirarse adentro; bajarse la cremallera de las entrañas y asomar los ojos, toda la mirada, sin miedo a empaparse de líquidos propios. Solo escribiendo me puedo hacer un ovillo y pensar, y entenderme, y descansar. Descansar… a veces suena raro, a veces suena distante. ¡Descansar en lo mental, y no solo en lo físico! Pienso: no hay otra forma de entender la escritura que no sea como una herramienta para el descanso.

Solo me sirve crear desde la aparente nada, y que surjan los edificios, los personajes, los lugares, las conversaciones, la compañía, la arquitectura imaginada. // Foto: Marilyn Huang.

Lo he notado en estos largos períodos sin escribir ficción: cómo el cuerpo se me tensa, la mente se me enrabieta, el espíritu se me eriza, y el proceso de enajenación siempre termina aquí. Es decir, ante la hoja en blanco del documento de texto, la extensión infinita del blog digital, el desahogo de las teclas que se van atracando de tanto usarlas. El proceso termina ante el acto artesano de escribir sin rumbo, ante la estatua fuerte, de piedra, o de mármol, o de bronce, donde me apoyo y respiro y pienso, miro, entiendo, cojo fuerzas.

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El éxodo playero

Comienzan todos al mismo tiempo, como dirigidos por una divinidad titiritera. Con coordinación deslumbrante, puras hormiguitas, recogen las sillas y las toallas y las neveras y los juguetes y marchan. Es el éxodo playero diario, casi intuitivo, que no sé si surge por la altura del sol o el minuto que pasa y convierte la hora impar en hora punta.

Los playeros, tras el éxodo, nos desparramos por el pueblo, por los bares y restaurantes, los hogares y los supermercados. Y entonces quedan en la playa solo los lúcidos, los atrevidos y los melancólicos. O, quizás, solo los más toxicómanos. Si es que la playa, en realidad (ahí yace la cuestión del asunto), nos desnuda. Mejor: nos exhibe sin pudor. Y entonces nos vemos definidos en las lecturas que llevamos, el volumen de nuestra música, si somos de toalla o de silla, de radio o de revista.

Me pregunto qué dejo en las playas que visito; qué recuerdos, qué trozos de mí, qué nuevos descubrimientos. La mayor parte de las veces, no sé responderme (esa es la mejor respuesta, parece).

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Maricón, de qué

Uno piensa en el ensañamiento que supone apalear hasta la muerte a una persona. Son muchos golpes y, al parecer, mucha gente convencida de agredir a un chico sin importar las consecuencias, sin ser conscientes de la línea roja que están cruzando para siempre. Pero la violencia no nace en el momento último de la agresión; se rastrea el origen desde mucho más atrás, sumergidos en un proceso inconsciente y peligroso. Porque para apalizar así a una persona, de manera grupal, primero hay que deshumanizarse y deshumanizar, convertir al otro en un objeto o un ser inferior, de otra categoría, sobre el que ejercer una violencia coral y sin control.

Para lo que vino después del ‘maricón‘ hay que hacer algo también horrendo: despojar a Samuel Luiz de su igualdad con respecto al resto. Despersonalizarlo en todos los sentidos, desvestirlo de ilusiones y de vida.

Me pregunto cómo se hace eso. Cómo se deshumaniza, cómo se sueltan las riendas del brutalismo, cómo aflora una agresividad colectiva de esa manera. Qué hay detrás de todo esto. Me obsesiona responderlo: cómo se acaba con la dignidad humana.

(Sharon McCutcheon, 2018)

Discursos. Ficciones. Palabras que se cuelan como legítimas y que van construyendo el caldo de cultivo del futuro. Un futuro que ya es, por cierto, nuestro presente. Podemos discutir si el móvil fue o no fue, finalmente, la orientación sexual de Samuel Luiz; lo que no deberíamos dejar de plantearnos es, sin embargo, que la palabra ‘maricón‘, sumergida en su contexto, esconde en realidad los engranajes sociales y culturales de la deshumanización. Si no fue el móvil, fue el objeto legitimador de los golpes; se puede hacer lo que se hizo porque, entre otras cosas, Samuel era homosexual y, por lo tanto, dentro de este juego de legitimación inmoral e inhumana, un ‘alguien’ minoritario, inferior, estigmatizado.

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Patria, el documento humano

Lo explica Aramburu en una de sus presentaciones de la obra, al lado de Iñaki Gabilondo: «mediante las narraciones [ficcionales], somos capaces de llegar a donde no llega ni la historia ni el periodismo. A la alcoba, a la cocina, al espacio íntimo, a las relaciones amorosas, a los momentos de las pesadillas». En esa difícil línea se mueve Patria, la galardonada obra de Fernando Aramburu (Premio Nacional de Narrativa; Premio Nacional de la Crítica Española; Premio Lampedusa), un fresco que se sostiene en la condición humana y que no es ni novela histórica ni novela política, aunque la historia y la política se entrecrucen, de manera ineludible, dentro del texto.

Lo que hace Patria, en realidad, es ayudar a comprender el impacto emocional que se vivió durante la actividad de ETA. La mirada se dirige, más bien, a las personas, a los sentimientos o, si lo prefieren, a lo que anida en las entrañas del ser humano. Ahí resurge el dolor expansivo, que atrapa y engulle a todo el mundo, la necesidad de perdonar -convertida la búsqueda del perdón en una causa vital- y la imposibilidad de olvidar. Una historia para acercarse al cómo se vivió, cómo se sintió, y no tanto al qué sucedió, a la cronología, a la historia, al análisis ideológico. Para eso, aviso, otras obras.

La trama de la novela gira en torno al destino de dos familias vascas muy unidas, encabezadas por Miren y Bittori, amigas del pueblo. La marginación social y el posterior asesinato del Txato, empresario vasco y marido de esta última, desgarra la convivencia y separa a las dos familias al instante, más aún tras la sospecha de que, dentro del comando de ETA responsable del crimen, se encuentra Joxe Mari, el hijo de Miren. Hay nueve protagonistas, nueve perspectivas distintas del mismo asesinato, nueve formas de encarar una realidad colectiva. Pero, dentro de esos nueve protagonistas, la mirada se dirige ineludiblemente a esas dos mujeres vascas, fuertes fuertes, como se diría en Euskadi, sumergidas en una vorágine de dolor que las paraliza, que las agrieta.

Patria como una pieza más del espacio para la memoria; el eslabón emocional se une al sociológico, al político y al histórico.

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Los viejos amigos

Me reprendo a mí mismo por no hacerlo lo suficiente; pienso mucho en el amor, en el mundo y en el futuro, pero dedico poco tiempo, en comparación, a los amigos. Al menos, no tanto como lo haría si mi cabeza fuera un mecanismo de comprensión rápida, con manual de instrucciones y claros bailes racionales. Ni siquiera soy consciente de si esta proporción que arranca el motor del artículo se encuentra más equilibrada de lo que yo pienso y siento; es lo malo y lo bueno de hablar de uno mismo: no puedes tomar distancias.

Dejémoslo en que pienso menos de lo que me gustaría en ellos. En los que llevan conmigo desde que comía chucherías en la tienda de dulces de mis padres, cuando era un soñador más pequeño; en los que me acompañan y me aguantan en las entrañas de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de Compostela; en los que estuvieron cerca de mí, pero ahora están abocados a mensajearme, a intercambiar palabras, pura textualidad, a través de ese contexto tan frío que brinda el teléfono móvil y las redes sociales.

Ahora que me bajo un momento del frenético carro de los días, les dedico las pocas cosas que tengo: unos cuantos pensamientos y otras tantas letras malamente juntadas.

(Andrew Buchanan, 2018)

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La vida recta

Últimamente, todo me parece más rectilíneo que antes; una hilera de momentos y una concatenación de sensaciones y trabajos -académicos, laborales- que se quedan atrás. Siento cómo todo avanza inexorablemente hacia adelante y apenas tengo la posibilidad de ver lo que hay a mis espaldas.

Me pasa, claro, con el propio tiempo. No hay forma de estar en un presente sólido; la existencia es esa continuación entre pasado y futuro de la que tanto se ha hablado y escrito, y aún así impacta. Nacer para contraer la obligación de morir; llegar e irse; todo, una línea imperturbable y necesaria, una recta donde solo las fotografías y la memoria, durante apenas unos segundos, permiten quedarse en lo que ya fue, en lo que ya ha sido. Cada día, por el mundo rápido, por la volatilidad, por la combinación entre naturaleza y tecnología, cuesta un poco más trazar un arco desde donde estoy, desde donde soy, hacia la hilera de velas apagadas que deja mi vida (la metáfora, de Cavafis). El tiempo no es circular, sino exageradamente lineal. Al final, eso lo delimita todo, de momento. Tampoco estoy seguro. Cada día superado en la existencia rectilínea desemboca en más dudas.

El vértigo de dirigirse ineludiblemente hacia adelante; la imposibilidad de quedarse, durante un rato, en un presente sólido. (TQ, 2018)

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Crónicas de Pílades (II) – Alarma

Lee aquí la anterior entrega

14/03/2020

Artículo 116 de la Constitución Española

1. Una ley orgánica regulará los estados de alarma, de excepción y de sitio, y las competencias y limitaciones correspondientes.

2. El estado de alarma será declarado por el Gobierno mediante decreto acordado en Consejo de Ministros por un plazo máximo de quince días, dando cuenta al Congreso de los Diputados, reunido inmediatamente al efecto y sin cuya autorización no podrá ser prorrogado dicho plazo. El decreto determinará el ámbito territorial a que se extienden los efectos de la declaración.

Salgo a la calle con la sensación de que, en vez de un virus, lo que estamos viviendo es una crisis por radiación. Aspiro con desconfianza el aire y me alejo de las personas con las que me cruzo en este pueblo coruñés con nombre de dios de la guerra. Corro para despejarme, pero también para ver qué hay en las calles. La mayor parte de las personas que encuentro se aglutinan alrededor de farmacias y supermercados; el resto pasea con los perros y hace algo de ejercicio, aunque estos últimos sean más bien rareza.

Pedro Sánchez ha declarado el estado de alarma, y no puedo evitar sentir el peso de esas palabras cada vez que salgo o me planteo salir a la calle. La victoria depende de cada uno de nosotros; el heroísmo consiste en lavarse las manos y quedarse en casa; todos tenemos una tarea y una misión en las próximas semanas. A partir de aquí, de esta activación del recurso legal para controlar poblaciones, hospitales privados y poner en marcha hasta al ejército, solo se divisa una situación más complicada.

En la prensa, en las esferas políticas, se habla del coronavirus como una emergencia que no atiende a fronteras externas ni internas, pero ahora la vida, más que nunca, se ampara en las fronteras para protegerse. Es una situación contradictoria, porque para terminar con el virus se necesita un trabajo global, que consiste nada más y nada menos que en encerrarnos en nuestras casas y poner barreras entre unos y otros. La frontera de nuestros hogares, luego la frontera de nuestras comunidades autónomas y más adelante la de nuestros países. Por primera vez en mucho tiempo, los europeos volvemos a enfrentarnos a ellas.

«Es una situación contradictoria, porque para terminar con el virus se necesita un trabajo global, que consiste nada más y nada menos que en encerrarnos en nuestras casas y poner barreras entre unos y otros». // Fotógrafo: Eduard Militaru

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Crónicas de Pílades (I) – Éxodo

13/03/2020

Ayer fue jornada de éxodo estudiantil. Hoy, el mediodía se avecina con un silencio atronador y asfixiante, apenas interrumpido por algún runrún de maletas y de tuppers vacíos que vuelven a casa, como un exhausto combatiente de alguna guerra lejana. Compostela se vacía rodeada de conversaciones sobre cuándo volveremos, sobre clases y calendario académico, sobre cuarentena, sobre Filmin y Netflix. También, claro, sobre responsabilidad, vuelos pendientes y Erasmus y SICUES atrapados. De golpe, con una segada perfecta, indecente, el coronavirus detiene la rutina. El ritmo trepidante que determina al siglo XXI pone freno por una causa mayor, por algo que siempre, de una forma u otra, ha escapado al control y conocimiento del Homo sapiens: la naturaleza.

Todo se calma, todo se reduce a un estado de alerta constante. Muere el ocio, y acabará muriendo el entretenimiento para dar paso a un ente que creíamos alejado de nuestras vidas, ese aburrimiento colosal, como un Saturno devorando a su hijo, que nos engullirá. O eso pienso. Un Saturno al que no estamos acostumbrados, ni siquiera yo, que actúo como un narrador ficticio de un diario aún más ficticio; ¿acaso no escribo por reflexión, Pílades que me llamo, plumilla con nombre heleno, apenas un juntador de letras de tres al cuarto, pero también por recuerdo y algún extraño tipo de ocio? Incluso, hasta escribo por algún extraño tipo de entretenimiento, aunque decir entretenimiento suena impúdico en un diario que aspira a convertirse en una crónica ficticia de algo que sucede de verdad. Aún por encima, hecha y rehecha por un autor, Pílades, que no es nadie, solo testigo con identidad ficticia, solo escritor de unos textos que no esperan prosperar más que para el desarrollo de mi ego inexistente.

Hoy, a trece de marzo, vuelvo a casa empujado por un coronavirus, COVID-19, que tiene una facilidad enorme para abrir brechas generacionales. Algunos compañeros míos, supongamos que con nombres igual de helenos, jóvenes ellos, se debaten de manera constante entre volver o no. Ante la idea de regresar, siempre se mantiene la imagen mental de un abuelo o abuela, de un padre o una madre con algún problema inmunológico, y esa posibilidad de ver cómo se les contagia el virus a través de la saliva y el contacto de sus propios nietos e hijos. Es un futuro demasiado factible en la mente de un estudiante; la idea de ser germen, de atraer el virus a la población de más riesgo, que en este caso es dolorosamente familiar, cercana y palpable.

«Es una realidad demasiado posible en la mente de un estudiante; la idea de ser germen, de atraer el virus a la población de más riesgo, que en este caso es dolorosamente familiar, cercana y palpable». // Fuente:  Visuals, Unsplash

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Las caras del fútbol

Los padres se congregaban en la grada, único bastión del sol en aquella mañana madrileña donde el frío se adhería a la piel y tenía una intención dañina de llegar hasta las entrañas. Los chavales de catorce años se atrevían a combatir la fina capa de hielo sobre el césped con la vivacidad de sus botas y la compañía del esférico. La atenta mirada de sus padres y los ánimos y atenciones constantes de su entrenador -dígase, mi hermano mayor- ponían a calentar la maquinaria de sus piernas.

Fotógrafo: Patrick Schneider

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