Sempre tivo un espazo marxinal dentro das literaturas europeas e no sistema literario galego non é excepción: a ciencia ficción, tamén chamada ficción científica baixo ese xogo de palabras que pondera máis a imaxinación, continúa a buscar o seu sitio entre editoriais e lectores.
Pero no caso da ciencia ficción galega, quizais a situación sexa máis alarmante que noutros contextos xeográficos e culturais. O gran boom deste tipo de obras viviuse nas décadas de 1980 e 1990, e desde entón non tivemos unha nova época dourada ou, cando menos, prateada. Por motivos complicados de determinar (entrarán en xogo estigmas? prexuízos? mercantilismos?), a ficción científica escrita no noso territorio non puido ter unha liña de publicación continuada, estable ao longo dos anos; non puido consolidar un corpus de autores e autoras de referencia aos que acudir, lectores mozos e maiores, no seu desexo de ler obras do xénero en lingua galega.
A ciencia ficción do país segue pendente dunha urxente renovación. E non é tampouco unha cousa menor.
Llegar hasta las últimas obras de Jorge Carrión(Tarragona, 1976) libre de contextos es quizás una forma sutil de suicidarse. Para darle sentido a esta tesis tremendista: el universo de Carrión juega mucho, juega todo el rato, con la estructura y la voz, con los géneros y sus fronteras, con el lector. Son artefactos lúdico-culturales que tienen su propia melodía y van consolidando, de manera multimedia, su abanico de referencias, narrativas y vocabulario. Sucede en la simbiosis de diario y ensayo de Lo viral(Galaxia Gutenberg, 2020), en la mezcolanza de lo vivencial y lo literario de Librerías (Anagrama, 2013) y también aquí, en Membrana (Galaxia Gutenberg, 2021), el libro que más demanda estar imbuido del paisaje creativo de Carrión.
¿Qué es Membrana? Lo primero, lo más sintético: una experiencia lectora. Es complicado salir de la lectura de la obra indemne, tal y como se entró en este del Museo del Siglo XXI, después de haberse dejado tocar por los tejidos, las redes algorítmicas, las inteligencias ya-no-artificiales, ahora siempre orgánicas, que dominan todo el hilo narrativo. Es complicado hasta escribir este texto sobre la novela sin utilizar las estructuras sintácticas y expresiones de esa voz narradora omnisciente, femenina, en primera persona del plural, como un coro griego clásico, trágico; una voz tan potente y arrolladora que hasta Carrión soñaba con su lengua, que ya no es nuestra, que es enteramente suya. Por las dudas y por las deudas.
La certeza me llega siempre en los peores momentos: la única forma que tengo de sobrevivirme es escribiendo. Desde pequeño hasta ahora, apenas hace falta barrer un poco para encontrar la línea recta que conecta ambas edades, ambos tiempos. Y es una línea recta hecha de tinta y de palabras y de páginas, todo extendido sobre la línea, la línea convertida en un altar. ¿Un altar? Sí, supongo que a todo eso —a simplemento eso— me entrego para seguir adelante con fe absoluta. Lo hice desde pequeño; escribir como cura, como principal remedio para mantener la salud mental, la mínima cordura.
Escribir, por ejemplo, para combatir los cansancios diarios. No sé si es justo decir que solo escribiendo encuentro ese momento de echar el ancla, aspirar, mirar alrededor, mirarse adentro; bajarse la cremallera de las entrañas y asomar los ojos, toda la mirada, sin miedo a empaparse de líquidos propios. Solo escribiendo me puedo hacer un ovillo y pensar, y entenderme, y descansar. Descansar… a veces suena raro, a veces suena distante. ¡Descansar en lo mental, y no solo en lo físico! Pienso: no hay otra forma de entender la escritura que no sea como una herramienta para el descanso.
Lo he notado en estos largos períodos sin escribir ficción: cómo el cuerpo se me tensa, la mente se me enrabieta, el espíritu se me eriza, y el proceso de enajenación siempre termina aquí. Es decir, ante la hoja en blanco del documento de texto, la extensión infinita del blog digital, el desahogo de las teclas que se van atracando de tanto usarlas. El proceso termina ante el acto artesano de escribir sin rumbo, ante la estatua fuerte, de piedra, o de mármol, o de bronce, donde me apoyo y respiro y pienso, miro, entiendo, cojo fuerzas.
Comienzan todos al mismo tiempo, como dirigidos por una divinidad titiritera. Con coordinación deslumbrante, puras hormiguitas, recogen las sillas y las toallas y las neveras y los juguetes y marchan. Es el éxodo playero diario, casi intuitivo, que no sé si surge por la altura del sol o el minuto que pasa y convierte la hora impar en hora punta.
Los playeros, tras el éxodo, nos desparramos por el pueblo, por los bares y restaurantes, los hogares y los supermercados. Y entonces quedan en la playa solo los lúcidos, los atrevidos y los melancólicos. O, quizás, solo los más toxicómanos. Si es que la playa, en realidad (ahí yace la cuestión del asunto), nos desnuda. Mejor: nos exhibe sin pudor. Y entonces nos vemos definidos en las lecturas que llevamos, el volumen de nuestra música, si somos de toalla o de silla, de radio o de revista.
Lo explica Aramburu en una de sus presentaciones de la obra, al lado de Iñaki Gabilondo: «mediante las narraciones [ficcionales], somos capaces de llegar a donde no llega ni la historia ni el periodismo. A la alcoba, a la cocina, al espacio íntimo, a las relaciones amorosas, a los momentos de las pesadillas». En esa difícil línea se mueve Patria, la galardonada obra de Fernando Aramburu (Premio Nacional de Narrativa; Premio Nacional de la Crítica Española; Premio Lampedusa), un fresco que se sostiene en la condición humana y que no es ni novela histórica ni novela política, aunque la historia y la política se entrecrucen, de manera ineludible, dentro del texto.
Lo que hace Patria, en realidad, es ayudar a comprender el impacto emocional que se vivió durante la actividad de ETA. La mirada se dirige, más bien, a las personas, a los sentimientos o, si lo prefieren, a lo que anida en las entrañas del ser humano. Ahí resurge el dolor expansivo, que atrapa y engulle a todo el mundo, la necesidad de perdonar -convertida la búsqueda del perdón en una causa vital- y la imposibilidad de olvidar. Una historia para acercarse al cómo se vivió, cómo se sintió, y no tanto al qué sucedió, a la cronología, a la historia, al análisis ideológico. Para eso, aviso, otras obras.
La trama de la novela gira en torno al destino de dos familias vascas muy unidas, encabezadas por Miren y Bittori, amigas del pueblo. La marginación social y el posterior asesinato del Txato, empresario vasco y marido de esta última, desgarra la convivencia y separa a las dos familias al instante, más aún tras la sospecha de que, dentro del comando de ETA responsable del crimen, se encuentra Joxe Mari, el hijo de Miren. Hay nueve protagonistas, nueve perspectivas distintas del mismo asesinato, nueve formas de encarar una realidad colectiva. Pero, dentro de esos nueve protagonistas, la mirada se dirige ineludiblemente a esas dos mujeres vascas, fuertes fuertes, como se diría en Euskadi, sumergidas en una vorágine de dolor que las paraliza, que las agrieta.
La nada, el blanco, el silencio, el vacío. El aburrimiento, el hastío por la vida, el fin del mundo. Las voces, la mente quebrada, los pelos arrancados, el abrazo a las piernas del guardia, las lágrimas. El blanco, la nada, el silencio, el vacío.
Habían pasado varios meses desde la creación de las cárceles de hastío. Cada día, más delincuentes terminaban en las salas asépticas y comenzaban con la lucha inacabable contra la nada. Los primeros sentenciados a estos centros sonreían, optimistas, por escapar de la pena de muerte. Se relamían ante los jueces mientras la opinión pública enseñaba los dientes y clamaba sangre, no silencio. Querían sufrimiento, y sufrimiento tuvieron.
Enseñar literatura es un acto que destila magia. Enseñarla con pasión, estableciendo puentes no solo entre profesor-alumno sino entre literatura-persona. Es difícil (y bonito) demostrar que la literatura es un todo que abarca mucho más que unas palabras en un papel: es contexto, vivencias y recuerdos, mundos de personas que dejaron de existir y que han logrado alcanzar una extraña inmortalidad. Amar la literatura, como las matemáticas, la historia o la geografía, dependen considerablemente de cómo se enseñe y de quién nos la enseñe. Yo tuve suerte. Y ahora que la nostalgia me invade, repaso los recuerdos que me quedan de uno de mis profesores de literatura. Una especie de John Keating, dígase Robin Williams en El club de los poetas muertos.
Llueve. Miro por la ventana de una sala de estudio gris y veo a un pájaro aguantando estoicamente la lluvia. Y me pregunto… ¿por qué estoicamente? ¿Y si se encoge en sí mismo sonriendo, disfrutando de los deslices de las gotas por su cuerpo? Llueve y la tierra parece recobrar su alegría. Llueve y mi mirada vaga por un procesador de texto insípido, repleto de palabras mordaces que analizan los medios de comunicación en su guerra mediática dentro del asunto catalán. Iba a escribir conflicto, pero para mí no es conflicto lo que supone una prueba de salud para la democracia. El conflicto es creado a propósito por el egoísmo de unos pocos.
Leo los titulares, las noticias… y me encuentro con la misma vacuidad en todos. La misma falta de contextualización, los mismos datos brutos, la misma forma insana de hacer periodismo. De polarizar, de transformar una realidad compleja en una simple fórmula bicolor, en un blanco y negro dañino. ¿Dónde quedó esa función de formar, educar, ayudar a solucionar problemas y no crearlos? Olvidada en un cajón. Encima de la mesilla de noche está el clickbait, el ‘di esto o lo hará otro por ti’, los copia y pega.
Llueve y me pregunto si hay otra forma de hacer las cosas. Y sí, la hay. Igual que no hay una sola manera de mirar el mundo, sino cientos, miles de puntos de vista de una misma cosa.
«Este seguro que te encanta. Llévalo, a mí no me llamó la atención, pero a ti fijo. Es tu rollo». Expectativas altas para el libro. Expectativas cumplidas, por cierto. La noche en que Frankenstein leyó el Quijote ha pasado a mi lista de «imprescindibles» o pequeñas joyas de la corona. Es pura literatura, no por … Leer más
Cantón 4 siempre ha sido de mis librerías ferrolanas favoritas. Su distribución invita a pasear y rebuscar entre los estantes, su decoración es agradable y el personal contesta con sonrisas y amabilidad. ¿Por qué me llamó la atención? ¡Porque tener tres personas trabajando y necesitarlas de verdad en una librería me parecía increíble! Y corroboré que Daniel Berini, María Jose Valle e Isabel Rodríguez conforman un equipo. Los ratones de biblioteca siempre acudimos a las librerías, pero nunca nos preguntamos cómo es el honroso oficio de librero, cuál es su día a día. Me reciben María, copropietaria junto con Isabel, y Daniel, trabajador (yo diría más bien, compañero) de ambas para intentar solucionar todas mis dudas.