El profesor de literatura

A T, con el cariño de los recuerdos.

Enseñar literatura es un acto que destila magia. Enseñarla con pasión, estableciendo puentes no solo entre profesor-alumno sino entre literatura-persona. Es difícil (y bonito) demostrar que la literatura es un todo que abarca mucho más que unas palabras en un papel: es contexto, vivencias y recuerdos, mundos de personas que dejaron de existir y que han logrado alcanzar una extraña inmortalidad. Amar la literatura, como las matemáticas, la historia o la geografía, dependen considerablemente de cómo se enseñe y de quién nos la enseñe. Yo tuve suerte. Y ahora que la nostalgia me invade, repaso los recuerdos que me quedan de uno de mis profesores de literatura. Una especie de John Keating, dígase Robin Williams en El club de los poetas muertos.

Fuente: Unsplash // Fotógrafa: Victoria Kure

A T no le gusta demasiado la sintaxis. A mí tampoco. Y normal, qué cojones. Él prefiere siempre, ante todo y sobre todo, la literatura. La literatura lo nutre, me atrevería a decir. Literatura y tabaco. Ambas cosas lo acompañan allá donde vaya.

Tengo una imagen grabada en la cabeza: T está afuera de mi instituto, fumando en un rincón que debiera llevar su nombre (ya saben que la propiedad privada en nuestra sociedad es fundamental), con la mirada perdida en las líneas de un libro. El tiempo es indiferente. T siempre está ahí. Casi siempre. Lee y fuma. Fuma y lee. Lleva un jersey de cuello alto, unas botas de montaña rojas y marrones y un pantalón también marrón. Ahí se mantiene, una figura enigmática y abstracta, perdida en las inmensidades de su cabeza. Sin llamar la atención ni pretenderlo, con un vocabulario sencillo y cercano. T prefiere los joder y hostia antes que cualquier barroquismo en el habla. Esta sencillez escogida por encima del resto de posibilidades lo acercan al alumnado.

Siempre he pensado en T como un hombre de pocas necesidades; una vida tranquila, sin demasiados sobresaltos, con una estabilidad que le permita seguir haciendo lo que desee. Creo que las páginas que ha leído y el conocimiento que ha adquirido le permiten llegar hasta esta actitud. Para qué los ajetreos y las prisas, para qué el estrés. No hace falta cumplir objetivos altos en la vida para ser feliz.

Me gustaría desempolvar dos imágenes que albergo en algún rincón de mi cabeza.

T entra en la clase cargado de libros. Las ventanas están abiertas y los primeros rayos de sol de la primavera reciben con alegría a todos los escritores del boom latinoamericano. En silencio, sin decir nada, deja los libros encima de la mesa. Agarra un Borges y pregunta quién lo quiere. Alguien levanta la mano y T lanza el libro. Y así, de repente, vuelan no solo los Borges, sino también los Cortázar, los Gabos o los Vargas Llosa. Vuela literatura. En esa clase se lee, sobre todo se lee. A veces, se comentan cosas, pero lo importante son las páginas.

T conduce el coche por unas curvas de Viana do Bolo, alejándonos del pueblo y rodeándolo. Día caluroso. Aparca a un lado de la carretera y se adentra en el bosque más profundo. Me invita a acompañarlo. Él, en el recorrido, me comenta que aquí venía a leer y que había unos carballos (supongamos que eran carballos, la memoria no me llega a tanto) por ahí que le gustaría volver a ver. Y los encuentra. Echa unas cuantas fotos, de un lado y del otro, y flipa porque aún siguen ahí, tal y como los recordaba. Yo solo me sorprendo por la esencia del momento. Luego, continuamos por la carretera y a los diez minutos para en otro sitio. Esta vez, lo espero en el coche. No quiero perturbar un momento tan íntimo y peculiar. Me siento un explorador en un planeta enorme del que solo he visto una ínfima parte.

Soy consciente de que estas escenas no se me van a olvidar. Al menos, no en mucho tiempo. Están grabadas, igual que está grabado este profesor de literatura tan extraño y diferente, al que los alumnos le bromean por los pasillos y es algo asocial, no os voy a engañar.

Hoy, me gustaría revivir alguna de sus clases. Volver al pasado y sentarme otra vez en una de las sillas verdes, delante del pupitre verde, y atender a las anécdotas que T va desperdigando a lo largo de 50 minutos. En cierta manera, siento envidia de quienes pueden asistir a sus clases de Literatura universal. Un amigo mío le dijo una vez a F.C., profesor de historia: ‘Quiero empaparme de tu conocimiento’. Luego, nos reímos. Pero es algo así. Ahondar no tanto en Wikipedia, sino en la cabeza de T, que seguirá con su mutismo al salir del aula, sus libros y su conocimiento oculto. Conocimiento extenso, dado por las páginas y las lecturas, en filosofía, historia y literatura. Conocimiento disfrazado de silencios y de miradas, escondido en un hombre que camina solitario por los pasillos de un instituto pequeño, deslizándose sin llamar la atención para llegar hasta la salida y echar un piti. Hombre extraño, alejado del mundo y cercano a las palabras.

Hasta pronto, T.

Que en el silencio quede la literatura. No hace falta más.

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