37 años de carrera política. Esta es la cifra que avala a Mariano Rajoy como un corredor de largas distancias. 37 años de idas y venidas, con el ritmo pausado pero continuo, y no siempre con el chándal de marcha (la que suele hacer cuando desea despejar la cabeza), sino más bien trajeado. 37 años y una infinidad de cargos públicos.
Después de licenciarse en Derecho, se convirtió en el registrador de la propiedad más joven de España (con 24 añitos). Diputado autonómico, director general de Relaciones Institucionales de la Xunta, presidente de la Diputación de Pontevedra, Ministro de Interior, Ministro de Educación, Cultura y Deporte… y Presidente de España. Todo un maratón. Mucho tiempo y muchos kilómetros detrás de la figura de 63 años. El de los Sangenjo, las marcadas ‘S’, los trabalenguas y las frases de complicada sintaxis y comprensión.
Mariano Rajoy dejó de correr este viernes. Terminó la carrera después de que el resto de los partidos políticos hicieran el Ironman en los 1687 folios de la sentencia de la Trama Gürtel (primera parte, como si fuera una obra fílmica). La sentencia que condenaba al PP como persona jurídica y corroboraba la poca credibilidad del testimonio de Rajoy.
Su pasividad lo condenó aún más. Rajoy siempre tuvo la extraña manía de controlar los tiempos y mantenerse expectante, agazapado. De su silencio salía una forma de actuar y una respuesta muchas veces más efectiva que la palabra. Rajoy transmitió serenidad. Cuando todos lo daban por muerto, tanto dentro como fuera de su partido, lograba capear la tormenta y salir indemne. Intentaba, ante todo, mantener el ritmo. No decaer, no desistir, no aumentar el frenesí de los acontecimientos. Sin embargo, su excesiva calma y pasividad acabó con él. El viernes se quitó las zapatillas runners ante un hombre que se daba por muerto, que había caído a lo largo de los 42 kilómetros, exhausto.
Solo Pedro Sánchez creyó en sí mismo. Y le bastó, al parecer. Le bastó creer para que el PNV, que había apoyado semana atrás los Presupuestos Generales del PP, secundara su moción de censura, viendo también lo que hacían los partidos catalanes. El líder socialista fue saltando vallas, cayendo y resurgiendo, hasta lograr su objetivo.
Así que Rajoy se despidió. Pidió la palabra y, asegurando haber dejado una España mejor, se marchó tranquilamente de la presidencia. Maratón concluido. Vale la pena, como escribe Jordi Évole, revisar esta respuesta.
Lo que se vivió el viernes pasado fue un ejemplo de una democracia que aún tiene esperanza. En una semana se activó un instrumento constitucional para desalojar del gobierno al PP, financiado ilegalmente. En un fin de semana, de hecho, se realizó una transición no traumática, sino fluida, de un gobierno a otro. Cambios de despachos, de nombres, de ministros. De información, de tendencias, de ideologías y de sentimientos.
Pedro Sánchez hizo lo que debía hacer. Y digo, proclamo en alto, que sí que se encuentra allí votado (indirectamente) por los españoles. Aunque duela, aunque escueza. Recuerden: vivimos en una democracia representativa. El poder nunca lo hemos tenido los españoles, pues recae única y exclusivamente en nuestros representantes. Ellos han elegido, siempre, el devenir de la presidencia. Siempre. Con Rajoy, con Sánchez, con Aznar o con Felipe González. En nuestra democracia, como en el resto, el pueblo nunca toma decisiones. De hecho, nunca tiene verdadero poder. Y esa es la gran diferencia con la democracia ateniense, original.
Después del temporal, Mariano Rajoy se vuelve a subir hoy ante unos micrófonos. Los últimos metros que recorre después de sobrepasar la meta. Con la tranquilidad de siempre, con esa actitud calmada, dispuesta a escuchar. Se despidió también de la presidencia de su partido.
Marchó, ya caminando, no sé si con la cabeza baja o bien alta. Desde luego, una figura extraña, una especie de caricatura que aguantaba todas las risas, que luego lograba sobreponerse y se reía más fuerte. Así se despedía Pablo Iglesias de él:
¿Y ahora? ¿Después de la tempestad, estamos en un ojo de huracán? Se marchó un senador (muchos años en política, muchos años en las espaldas…) y se quedó un oficial romano con solo 84 soldados que lo respaldan. Una misión complicada que se fundamentará en el diálogo y en la unión, en el compromiso con fuerzas dispares y heterogéneas. Iñaki Gabilondo apunta a la jerigonça de Portugal como ejemplo de milagro económico y superación social. Yo no creo, como él dice, que nuestros representantes sean tan maduros para lograr algo así. Y, seguramente, lo más justo y necesario sean unas elecciones que nos permitan vislumbrar quién debería estar en La Moncloa.
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