Los cansancios

La certeza me llega siempre en los peores momentos: la única forma que tengo de sobrevivirme es escribiendo. Desde pequeño hasta ahora, apenas hace falta barrer un poco para encontrar la línea recta que conecta ambas edades, ambos tiempos. Y es una línea recta hecha de tinta y de palabras y de páginas, todo extendido sobre la línea, la línea convertida en un altar. ¿Un altar? Sí, supongo que a todo eso —a simplemento eso— me entrego para seguir adelante con fe absoluta. Lo hice desde pequeño; escribir como cura, como principal remedio para mantener la salud mental, la mínima cordura.

Escribir, por ejemplo, para combatir los cansancios diarios. No sé si es justo decir que solo escribiendo encuentro ese momento de echar el ancla, aspirar, mirar alrededor, mirarse adentro; bajarse la cremallera de las entrañas y asomar los ojos, toda la mirada, sin miedo a empaparse de líquidos propios. Solo escribiendo me puedo hacer un ovillo y pensar, y entenderme, y descansar. Descansar… a veces suena raro, a veces suena distante. ¡Descansar en lo mental, y no solo en lo físico! Pienso: no hay otra forma de entender la escritura que no sea como una herramienta para el descanso.

Solo me sirve crear desde la aparente nada, y que surjan los edificios, los personajes, los lugares, las conversaciones, la compañía, la arquitectura imaginada. // Foto: Marilyn Huang.

Lo he notado en estos largos períodos sin escribir ficción: cómo el cuerpo se me tensa, la mente se me enrabieta, el espíritu se me eriza, y el proceso de enajenación siempre termina aquí. Es decir, ante la hoja en blanco del documento de texto, la extensión infinita del blog digital, el desahogo de las teclas que se van atracando de tanto usarlas. El proceso termina ante el acto artesano de escribir sin rumbo, ante la estatua fuerte, de piedra, o de mármol, o de bronce, donde me apoyo y respiro y pienso, miro, entiendo, cojo fuerzas.

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Crónicas de Pílades (I) – Éxodo

13/03/2020

Ayer fue jornada de éxodo estudiantil. Hoy, el mediodía se avecina con un silencio atronador y asfixiante, apenas interrumpido por algún runrún de maletas y de tuppers vacíos que vuelven a casa, como un exhausto combatiente de alguna guerra lejana. Compostela se vacía rodeada de conversaciones sobre cuándo volveremos, sobre clases y calendario académico, sobre cuarentena, sobre Filmin y Netflix. También, claro, sobre responsabilidad, vuelos pendientes y Erasmus y SICUES atrapados. De golpe, con una segada perfecta, indecente, el coronavirus detiene la rutina. El ritmo trepidante que determina al siglo XXI pone freno por una causa mayor, por algo que siempre, de una forma u otra, ha escapado al control y conocimiento del Homo sapiens: la naturaleza.

Todo se calma, todo se reduce a un estado de alerta constante. Muere el ocio, y acabará muriendo el entretenimiento para dar paso a un ente que creíamos alejado de nuestras vidas, ese aburrimiento colosal, como un Saturno devorando a su hijo, que nos engullirá. O eso pienso. Un Saturno al que no estamos acostumbrados, ni siquiera yo, que actúo como un narrador ficticio de un diario aún más ficticio; ¿acaso no escribo por reflexión, Pílades que me llamo, plumilla con nombre heleno, apenas un juntador de letras de tres al cuarto, pero también por recuerdo y algún extraño tipo de ocio? Incluso, hasta escribo por algún extraño tipo de entretenimiento, aunque decir entretenimiento suena impúdico en un diario que aspira a convertirse en una crónica ficticia de algo que sucede de verdad. Aún por encima, hecha y rehecha por un autor, Pílades, que no es nadie, solo testigo con identidad ficticia, solo escritor de unos textos que no esperan prosperar más que para el desarrollo de mi ego inexistente.

Hoy, a trece de marzo, vuelvo a casa empujado por un coronavirus, COVID-19, que tiene una facilidad enorme para abrir brechas generacionales. Algunos compañeros míos, supongamos que con nombres igual de helenos, jóvenes ellos, se debaten de manera constante entre volver o no. Ante la idea de regresar, siempre se mantiene la imagen mental de un abuelo o abuela, de un padre o una madre con algún problema inmunológico, y esa posibilidad de ver cómo se les contagia el virus a través de la saliva y el contacto de sus propios nietos e hijos. Es un futuro demasiado factible en la mente de un estudiante; la idea de ser germen, de atraer el virus a la población de más riesgo, que en este caso es dolorosamente familiar, cercana y palpable.

«Es una realidad demasiado posible en la mente de un estudiante; la idea de ser germen, de atraer el virus a la población de más riesgo, que en este caso es dolorosamente familiar, cercana y palpable». // Fuente:  Visuals, Unsplash

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Política de cansancios

Cuando uno ve la agresividad de Salvini o Bolsonaro, la contundencia de Le Pen o Trump, se pregunta quiénes le votarán, quiénes comprarán su mensaje radical y extremista. Cuando uno ve que la derecha tradicional va incorporando esa misma agresividad a sus discursos, y que de igual manera lo hace el liberalismo -al menos el supuesto máximo exponente del liberalismo español- , se pregunta qué está pasando en el mundo, en las narrativas y en la ciudadanía, para que triunfe esa política del odio.

¿Qué está pasando, por ejemplo, para que el trabajador medio, seguramente varón blanco heterosexual, humilde y con un sueldo que apenas supere el salario mínimo interprofesional, vote a la ultraderecha? Es más, ¿qué está haciendo mal la izquierda para que el obrero se vea más representado en Marine Le Pen que en cualquier otro candidato que defienda sus intereses? La explicación del triunfo de este tipo de discursos no es única.

Fotógrafo: Joakim Honkasalo

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El baile del zapatero

—¿Se ve aquí dentro de quince años?—pregunto.

—Todavía vamos a seguir utilizando zapatos. Así que hasta que lo dejemos de hacer, sí.

Eso dice Germán Paradela cuando llevo ya un rato con él en el taller A Ciscada, su pequeña zapatería en el municipio coruñés de Ares. Es un sitio agradable, un lugar que resiste los vaivenes de una sociedad inmersa en el frenetismo y la locura de la inmediatez. Resiste los tuits, los posts de Facebook y las stories de Instagram. Todavía vamos a seguir utilizando zapatos, por lo menos hasta verano, cuando la gente pasa del calzado a las chanclas de la playa; Germán, de la goma de los zapatos a las copias de llaves. Todavía más en Ares, que vive a dos marchas radicalmente opuestas a lo largo del año. En la temporada de invierno, el pueblo se sumerge en una calma anticiclónica, asesinada de vez en cuando por los tímidos rayos de sol otoñales que permiten a los visitantes y habitantes tomar algo en las terrazas de los bares. En el verano, los turistas revitalizan la playa y el paseo del pueblo, después de acomodarse en sus hogares vacacionales; todo un turismo estacionalizado que no mira lo que deja atrás.

Germán Paradela, en el taller A Ciscada // Fotografía: Pablo J. Rañales

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Las caras del fútbol

Los padres se congregaban en la grada, único bastión del sol en aquella mañana madrileña donde el frío se adhería a la piel y tenía una intención dañina de llegar hasta las entrañas. Los chavales de catorce años se atrevían a combatir la fina capa de hielo sobre el césped con la vivacidad de sus botas y la compañía del esférico. La atenta mirada de sus padres y los ánimos y atenciones constantes de su entrenador -dígase, mi hermano mayor- ponían a calentar la maquinaria de sus piernas.

Fotógrafo: Patrick Schneider

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