El baile del zapatero

—¿Se ve aquí dentro de quince años?—pregunto.

—Todavía vamos a seguir utilizando zapatos. Así que hasta que lo dejemos de hacer, sí.

Eso dice Germán Paradela cuando llevo ya un rato con él en el taller A Ciscada, su pequeña zapatería en el municipio coruñés de Ares. Es un sitio agradable, un lugar que resiste los vaivenes de una sociedad inmersa en el frenetismo y la locura de la inmediatez. Resiste los tuits, los posts de Facebook y las stories de Instagram. Todavía vamos a seguir utilizando zapatos, por lo menos hasta verano, cuando la gente pasa del calzado a las chanclas de la playa; Germán, de la goma de los zapatos a las copias de llaves. Todavía más en Ares, que vive a dos marchas radicalmente opuestas a lo largo del año. En la temporada de invierno, el pueblo se sumerge en una calma anticiclónica, asesinada de vez en cuando por los tímidos rayos de sol otoñales que permiten a los visitantes y habitantes tomar algo en las terrazas de los bares. En el verano, los turistas revitalizan la playa y el paseo del pueblo, después de acomodarse en sus hogares vacacionales; todo un turismo estacionalizado que no mira lo que deja atrás.

Germán Paradela, en el taller A Ciscada // Fotografía: Pablo J. Rañales

A lo largo de la mañana, a Germán le hace compañía un manso gato callejero que se apodera del único asiento que hay antes del mostrador. De vez en cuando, entra algún cliente y le deja un encargo a Germán. Sin prisa, sin mucha urgencia. La zapatería se convierte en un reducto de tranquilidad. La tecnología que ha logrado adentrarse en el taller, más allá de las máquinas que utiliza Germán, es una tableta con Spotify conectado a un altavoz. De ahí salen unas cuantas notas de jazz que acompañan la calma de la atmósfera. Germán ha ido apuntando las listas que merecen la pena en un folio, para ir intercambiándolas cuando se cansa. No hay rastro de redes sociales ni de política ni fake news ni del estrés de la fábrica automatizada ni del reloj gobernador de vidas y de actos. Sí hay espacio para la cola y la “tostadora” del calzado, que reblandece la goma, y la hilera de cinturones y las plantillas para los pies y algún zapato de tacón y otros zapatos de trabajo, negros como escarabajos peloteros, y un tablón entero repleto de llaves y una caricatura de Germán en la feria medieval de Pontedeume. Por haber, hay hasta una Singer en la que se sienta con una chaqueta ocre.

—Mucha gente piensa que está de decoración—me dice.

Germán enciende una pequeña luz cercana a la máquina de coser. Mete la chaqueta por debajo, con la puerta entreabierta para que los clientes sepan que está disponible, esperando a que interrumpan el ritmo de trabajo en el que se sumerge.

El ruido que sale de la Singer se contrapone a la cadencia estrepitosa e imparable de un brazo robótico en una cadena de producción; se mueve la rueda, se escucha un suave e inconstante repiqueteo de las agujas contra la chaqueta y, luego, las paradas. Un trabajo manual más lento, más tranquilo, y un oficio que marca una forma de vivir la vida. Cuando Germán se sienta en la Singer parece olvidarse un poco del mundo, contestando de vez en cuando a algunas preguntas.

La OCDE avisa, en un informe publicado en abril, que más de uno de cada cinco empleos en el país tiene un alto riesgo de desaparecer por la automatización. Que España es de los países que más malparados podría salir, con un 20% de los empleos en manos de robots o máquinas. Que hace falta formar y reformar, educar y reeducar, porque habrá gente que necesite encontrar otro empleo. Y, entonces, uno se para a pensar, sentado en el taburete que hay detrás del mostrador de la zapatería, que quizá debamos fotografiar lugares como aquel taller. Por si deja de existir, por si en un futuro no tan lejano ver aquellas fotos supusiese un ejercicio de melancolía. Y entonces, sentado en el taburete que hay detrás del mostrador de la zapatería, uno se fija en la delicadeza con la que Germán introduce una cuchilla en el zapato y separa la suela, puro ejercicio de cirujano; en cómo estrecha los ojos y fija la vista en la chaqueta que coloca debajo de la máquina de coser antigua, porque han pasado ya casi veinte años desde que la compró, cuando comenzó el negocio; en cómo deambula con ligereza por el pequeño espacio y explica sus dudas sobre la automatización del empleo. Para Germán, los robots todavía no alcanzan la precisión necesaria para el oficio: la incisión en el cuero, el tratamiento personalizado, los aspectos más concretos de la reparación del calzado. Es, al fin y al cabo, el complicado baile del zapatero.

La poca competencia que hay en los pueblos cambia las dinámicas de trabajo y permite la supervivencia de oficios como los zapateros // Fotografía: Pablo J. Rañales

Cuenta, mientras deja los zapatos que estaba arreglando en una estantería, ya listos para la entrega, que en los pueblos como Ares aún pueden subsistir. Hay poca competencia y, por lo tanto, los clientes se aglutinan alrededor de los talleres. En las ciudades la cosa está más complicada para un gremio, el de los zapateros, poco cohesionado.

¿Sobrevivirán las zapaterías, las relojerías y las sastrerías tradicionales? ¿Sobrevivirán más tiempo todavía las panaderías, antes de que solo podamos ir a comprar pan en Carrefour, en Mercadona o en Gadis? Los autónomos, según la OCDE, son los que cuentan con menor acceso a programas de formación. Solo un 32% podría acceder a esas herramientas esenciales para integrarse en la digitalización y automatización de la economía.

Germán no se preocupa. Mientras la gente lleve zapatos, seguimos para adelante. Y mientras en los pequeños pueblos donde no haya mucha competencia prefieran el trato humano al robot, seguimos para adelante. Ángel Gómez de Ágreda, en su libro Mundo Orwell, plantea la idea de no competir con las máquinas, sino de complementarnos. El raciocinio nos diferenció del resto de animales; que sea la empatía la que nos diferencie de las máquinas.

Dentro de diez o quince años, Germán Paradela continuará ahí. Al menos, es lo que afirma. Bailará de la Singer hasta los zapatos pendientes de arreglo y de los zapatos a la máquina para copiar llaves, cobijado en su cubículo de sosiego. Escuchará si no es jazz, alguna otra cosa. A lo mejor volverá a Radio 3, que le hizo compañía unos cuantos años. Y cuando cierre, seguramente nadie coja el testigo. Y en vez de que sus manos desgastadas por el tiempo remuevan las tripas de los zapatos, quizá lo haga un brazo robótico en alguna fábrica lejos de Ares. Quedará su rincón vacío, con las máquinas verdes y grises cogiendo polvo, o el local transformado otra vez en almacén. Pasaremos por delante sin pararnos a pensar en todo lo que representaba aquel lugar que se anclaba a unos ritmos de otro tiempo.

Nos olvidaremos de la zapatería y del zapatero, como ya nos estamos olvidando poco a poco del tonelero y del hojalatero, del ebanista y del cestero. Por eso me siento durante la mañana a ver y a fotografiar a Germán moldeando la goma y hablando conmigo y con los clientes con la misma tranquilidad y afabilidad que destila su trabajo. Por si acaso, dentro de treinta años, ya no pueda hacerlo y me encuentre de golpe con la realidad para la que no estamos preparados: que nada perdura.  Ni siquiera nuestros recuerdos.

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