Uno piensa en el ensañamiento que supone apalear hasta la muerte a una persona. Son muchos golpes y, al parecer, mucha gente convencida de agredir a un chico sin importar las consecuencias, sin ser conscientes de la línea roja que están cruzando para siempre. Pero la violencia no nace en el momento último de la agresión; se rastrea el origen desde mucho más atrás, sumergidos en un proceso inconsciente y peligroso. Porque para apalizar así a una persona, de manera grupal, primero hay que deshumanizarse y deshumanizar, convertir al otro en un objeto o un ser inferior, de otra categoría, sobre el que ejercer una violencia coral y sin control.
Para lo que vino después del ‘maricón‘ hay que hacer algo también horrendo: despojar a Samuel Luiz de su igualdad con respecto al resto. Despersonalizarlo en todos los sentidos, desvestirlo de ilusiones y de vida.
Me pregunto cómo se hace eso. Cómo se deshumaniza, cómo se sueltan las riendas del brutalismo, cómo aflora una agresividad colectiva de esa manera. Qué hay detrás de todo esto. Me obsesiona responderlo: cómo se acaba con la dignidad humana.
Discursos. Ficciones. Palabras que se cuelan como legítimas y que van construyendo el caldo de cultivo del futuro. Un futuro que ya es, por cierto, nuestro presente. Podemos discutir si el móvil fue o no fue, finalmente, la orientación sexual de Samuel Luiz; lo que no deberíamos dejar de plantearnos es, sin embargo, que la palabra ‘maricón‘, sumergida en su contexto, esconde en realidad los engranajes sociales y culturales de la deshumanización. Si no fue el móvil, fue el objeto legitimador de los golpes; se puede hacer lo que se hizo porque, entre otras cosas, Samuel era homosexual y, por lo tanto, dentro de este juego de legitimación inmoral e inhumana, un ‘alguien’ minoritario, inferior, estigmatizado.