El nacimiento de la ciudad-vínculo

El bus arranca una mañana de finales de octubre, y de repente pienso que todo viaje empieza y termina con lo mismo: una despedida. A veces es solo decir adiós a una ciudad. Otras, abrazar a alguien hasta dentro de unos días, unos meses, un año o quizá nunca más.  A las despedidas inevitables se le unen los pálpitos. Porque, de una forma u otra, cuando viajamos, configuramos en nuestra mente una imagen más o menos nítida de los lugares a los que vamos. Incluso aunque no hayamos visto nada en Internet, ni una sola referencia visual, el nombre ya nos dice algo. En un viaje de cuatro días para ver dos ciudades europeas, la marcha y el pálpito se convierten, aún más, en ejes fundamentales de la experiencia. No da tiempo a nada más que confirmar pálpitos y dejar atrás edificios y personas.

Alejarse de Praga durante un tiempo es complicado. Es una despedida lenta porque las torres, todas las que tiene, tantísimas, incontables si no fuera por la tecnología o la paciencia, tardan en decir adiós y desaparecer del horizonte. Es como si no se pusieran de acuerdo para hablar, como si tuvieran que ir despidiéndose una a una del bus que me lleva lentamente hacia Brno.

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