Cuando uno ve la agresividad de Salvini o Bolsonaro, la contundencia de Le Pen o Trump, se pregunta quiénes le votarán, quiénes comprarán su mensaje radical y extremista. Cuando uno ve que la derecha tradicional va incorporando esa misma agresividad a sus discursos, y que de igual manera lo hace el liberalismo -al menos el supuesto máximo exponente del liberalismo español- , se pregunta qué está pasando en el mundo, en las narrativas y en la ciudadanía, para que triunfe esa política del odio.
¿Qué está pasando, por ejemplo, para que el trabajador medio, seguramente varón blanco heterosexual, humilde y con un sueldo que apenas supere el salario mínimo interprofesional, vote a la ultraderecha? Es más, ¿qué está haciendo mal la izquierda para que el obrero se vea más representado en Marine Le Pen que en cualquier otro candidato que defienda sus intereses? La explicación del triunfo de este tipo de discursos no es única.
Por un lado, tenemos a un conservadurismo tradicional atacado una y otra vez, despreciado por la superioridad moral de la izquierda y tachado de fascista, pese a contar con marcadas tendencias demócratas. Entremezclar las posturas conservadoras de la derecha con el fascismo solo los enrabieta y los acerca a aceptar y, lo que es peor, interiorizar y acoplar todos aquellos discursos agresivos y contundentes con la izquierda y sus ideales. Dígase, entonces, que la agresividad se extiende a temas como la educación e incluso la sexualidad.
Por otro lado, la izquierda está más ocupada fragmentándose y echándose mierda que en hacer de verdad frente a los discursos radicales que predominan por Europa y América. Su argumentación se basa en un acusado moralismo y victimismo, toda vacía de significados. No hay explicaciones que de verdad lleguen a ese trabajador medio, no hay unión ni cohesión dentro del sinfín de ideologías que cohabitan en ese ala de la política. Existe en la izquierda una política de cansancios, como se puede ver en los diálogos de Podemos y PSOE.
Son esos tiras y aflojas personalistas y egoístas los que hacen perder la fe en los mecanismos democráticos de nuestra sociedad. Correlativamente, también en el sistema de representación actual. La ciudadanía progresista comienza a ver el ejercicio democrático como una acción sin sentido, porque sus supuestos representantes no son capaces de llevar a término lo que ellos han demandado en las urnas. Así que las frases «no volveré a votar» y «son todos iguales» proliferan por los bares y hogares españoles. Normal, porque lo que hemos visto estos días ha demostrado la falta de madurez en los líderes españoles, más acostumbrados al gobierno en solitario que a tender puentes.
Hemos contemplado, por ejemplo, a un Sánchez obcecado en sentarse solo él en el trono; a un Rivera que ya no le vale lo de ser un partido bisagra y modernizador, sino que prefiere la corona de la derecha sobre su cabeza antes que la estabilidad política que él mismo exigía en otros tiempos; a un Pablo Iglesias que, hasta el último momento y en un acto de responsabilidad política, primaba su presencia por encima de todo. La situación está llena de matices, pero confluye en una representación de la política que harta al ciudadano y lo lleva, tarde o temprano, a las mismas figuras: al autoritarismo y las soluciones fáciles que ofrecen Trump, Salvini, Viktor Orbán, Santiago Abascal o Marine Le Pen.
Para cuando los ciudadanos y las ciudadanas pierden la fe, ya es demasiado tarde. Porque el sistema, entonces, no les vale y se sienten atraídos por el discurso simplón, que acusa al resto de la clase política de fallar mientras que ellos aplican sus medidas sin pudor. El autoritarismo ofrece hierro y hierro dan. Hierro para la inmigración o la Unión Europea y leña para el nacionalismo exacerbado.
Acusar a Rivera de irresponsabilidad democrática no es la mejor solución para la izquierda, ni tampoco tildar de fascista al Partido Popular o Vox. La falta de autocrítica aboca a los discursos socialdemócratas a la deriva y hace que los dirigentes progresistas se acomoden en el statu quo, aquello que precisamente desean cambiar. Si Podemos y PSOE no llegan a un acuerdo y no establecen un gobierno de coalición en España, no solo irá de cacería la derecha, sino que perderán la fe de todas aquellas personas que creyeron verse representadas en el progresismo de uno u otro partido, y acabaron siendo engañadas.
La política de cansancios no es la mejor forma de afrontar los dilemas de una sociedad española tan plural; la forma de actuar, con relatos enfrentados en los medios de comunicación, como si fuera una partida de ping pong pública, y las exigencias de tanto unos como otros solo dan la sensación de que no están haciendo bien lo único que se les pide: que hablen y negocien, que dialoguen y tiendan puentes. Todo, desde el exterior, se ve como una retahíla de excusas para llegar al poder lo más enteros posibles. Si no hay un diálogo de verdad, será demasiado tarde.
Porque entonces crecerán los lobos, la radicalidad y la xenofobia, y será demasiado tarde. Los mensajes se simplificarán y los votantes de izquierdas buscarán soluciones en figuras más fuertes, más rotundas y más fáciles de entender, que luchen contra el moralismo del otro lado y se nutran del odio y la división. Entonces, cuando lleguen los lobos, cuando se pierda la fe, sí, será demasiado tarde.