Fue un delantero de época. Una persona con pies privilegiados para el fútbol, como ahora los de Messi o Cristiano Ronaldo. Su nombre se repetía con asiduidad en los bares de la península por su condición de titular indiscutible en el Zaragoza y jugador de una selección española que marcó un antes y un después en la historia del fútbol nacional.
Con uno de sus cabezazos, Marcelino Martínez Cao batió a Lev Yashin, único portero en ganar un Balón de Oro y líder de la Unión Soviética futbolística. Corría el año 1964 y España estaba por primera vez en la final de una Eurocopa importantísima no solo por lo que representaba a nivel deportivo, sino también sociopolítico. El 1-1 parecía inamovible en el marcador hasta que Marcelino, con un giro de cuello poderoso -era un fenomenal rematador de cabeza- logró adelantar a España ante los ojos de casi 80.000 personas. El encuentro terminó dos a uno y, a partir de ese momento, Marcelino Martínez Cao pasaría a la historia del fútbol y de la selección española.
Cincuenta y cinco años se cumplen de aquel gol, pero Marcelino no se ancla a él ni tampoco al modo de vida que llevó durante su carrera, ganando un millón de pesetas en la España de los sesenta, más que Alfredo Di Stéfano en el Madrid. Ahora pasea por Ares, inmerso en la tranquilidad del pueblo que le vio nacer y crecer, ya con 79 años encima. Y aunque no es un hombre de recuerdos, eso no resta simbolismo a la playa que suele tener ante sus ojos.
En la arena están sus orígenes ,esos días de la infancia ya lejanos jugando al fútbol y divirtiéndose, sin ser consciente de su talento para el deporte, como otras tantas figuras de aquella generación de época y épica. “La mayoría de cracks no salimos de una escuela de fútbol. Ni Luis Suárez, ni Amancio, ni yo. Ninguno”, afirma con tranquilidad. Marcelino entremezcla afabilidad y rotundidez a partes iguales, rasgos que constituyen ese temperamento vivo que lo define. El cuidado del fútbol base le preocupa, pero no solo en las grandes ciudades como Madrid y Barcelona, sino también en los pueblos. Quizás influya que él no tuviera formación desde un principio. Marcelino es contundente: “Las federaciones tenían que mirar más al deporte base; que se aproveche a la gente que ha sido grande; que el niño que viva en Ares esté entrenado por un jugador de Primera División; que aprendiesen bien y se divirtiesen mucho. Si luego llegan a figuras o no es cuestión de que quieran o que puedan”.
De la playa al Racing de Ferrol, en Segunda División, y de allí a la decisión que marcó su vida: dedicarse al fútbol profesional. Hasta aquel instante, no era más que un pasatiempo que se le daba bien. Marcelino optaba por centrarse en sus estudios en el seminario, aunque los seminaristas con los que jugaba en la adolescencia ya lo considerasen un futbolista diferente, con estrella. La oportunidad le vino de golpe: Barcelona, Madrid o Zaragoza. Y fichó por el Zaragoza como el jugador joven que más cobraba de la época e incluso de la plantilla. Su madre, en contraposición, quería que continuase con sus estudios. Veía más futuro y estabilidad en una ingeniería industrial que en el fútbol. Ella era quien estaba con Marcelino y su hermano, la que peleaba en la cotidianidad con los dos, ante la ausencia del padre, marino y en constante viaje.
Su fichaje creó dudas, sobre todo por el sueldo que tenía. La prensa y sus compañeros no lo recibieron bien. En su debut, no le pasaron ningún balón. “El público pensaba que iba a resolver todos los problemas. Aquel día, nos dieron una paliza de cojones”, comenta. Se cuestionó su calidad tanto desde dentro como desde fuera del club. Sin embargo, a los tres meses Marcelino era el primer jugador en la historia del Zaragoza en ser convocado por la selección nacional. Se acallaron los gritos de protesta.
“La mayoría de cracks no salimos de una escuela de fútbol. Ni Luis Suárez, ni Amancio, ni yo. Ninguno”
A partir de ahí, el ascenso meteórico. “Fui el que cambió el sistema del Zaragoza; no había destacado ningún jugador hasta que llegué yo. Me convertí en el eje, el vértice del equipo”. Fue parte de una de las mejores delanteras españolas de la historia. Los Cinco Magníficos, los llamaban, por su capacidad y talento. Lapetra, Villa, Canario, Santos y Marcelino dieron al club aragonés la mejor etapa de toda su historia, con cuatro finales de Copa del Generalísimo consecutivas, de las que ganaron dos. Así lo recuerda Marcelino: “Éramos un equipo antirrégimen. Un equipazo impresionante, pero que no tenía 23 jugadores, solo 11 fenomenales y luego juveniles”. El Zaragoza se convirtió en un símbolo del éxito que se contraponía al marcado centralismo del franquismo. Y que contaba con toda una camada de jugadores que, aún sin tener el apoyo del gobierno a su formación y a las infraestructuras deportivas, lograba éxitos a nivel nacional. Algunos, como Lapetra o Marcelino, incluso internacional.
Le abalan los 70 goles con el Zaragoza en 232 partidos. Con la selección, el cabezazo ante la URSS que definió gran parte de su carrera como delantero y por el que aún se le recuerda. Se retiró a los 29 años, con las rodillas y los tobillos reventados a causa de un fútbol sin cambios y sin tarjetas, que no se usarían hasta 1970. “Le dije al presidente del Zaragoza que estaba deshecho. Que se había terminado. Ellos se pensaban que iba a durar cien años, pero no. Además, me quería retirar del fútbol por la puerta grande, por la que entré”, recuerda Marcelino.
Y tras su retirada, se alejó al completo del césped y de los banquillos. No solo como jugador, sino también como entrenador. Se dedicó a la promoción inmobiliaria y logró mantener la estabilidad económica que había alcanzado como profesional. Comenzó a ver el fútbol y el devenir de la sociedad con cierto distanciamiento.
Hay algo de cansancio en la tranquilidad con la que habla. “Es bueno que el fútbol tenga aficionados. Aficionados, no fanáticos. Pero hay más fanáticos que antes, y eso va más allá del deporte. Viene de una sociedad que ha perdido una serie de valores, donde todo vale”. Una sociedad fundamentada, según él, en una partitocracia: la supremacía del partido político y, sobre todo, del líder político por encima de todo lo demás. Menciona a Casado, a Pedro Sánchez. Ahí está el hartazgo, incrementado por la pérdida de las tres cualidades esenciales para Marcelino: humanidad, sinceridad y lealtad hacia los demás. “Hoy, los grandes mentirosos son los políticos. Lo cual quiere decir que la verdad no es una gran enseñanza para la juventud”.
“Es bueno que el fútbol tenga aficionados. Aficionados, no fanáticos. Pero hay más fanáticos que antes, y eso va más allá del deporte. Viene de una sociedad que ha perdido una serie de valores, donde todo vale”
Le disgusta el materialismo exacerbado, y quizá por eso lleve una gorra de Giorgio Armani ya algo desgastada y confundida con unos sencillos pantalones vaqueros y una camisa. “A veces nos pensamos que cuando un tío llega al éxito, está bien, que todo es bonito. Pero a lo mejor es cuando tiene más soledad. Yo fui más feliz cuando volví a Galicia que en Zaragoza. Al fin y al cabo, se te quiere porque has llegado arriba, pero tú eres el mismo niño que nació en Ares y jugó en la playa”.
Marcelino marchó para volver, para regresar a esa arena blanca de la infancia que fortaleció su cuerpo hasta convertirlo en un gólem que llegó a lo más alto. Prefirió alejarse de los focos mediáticos, del banquillo o de los problemas que pudiera causar la industria del fútbol actual. Eligió pasear con la muleta y la gorra, sin amarrarse demasiado a un pasado del que, sobre todo, se aprende. Marcelino Martínez Cao disfruta del presente, aunque algunos le hagamos hablar, de vez en cuando, de lo que se ha dejado atrás, de lo que ya no retorna. Aunque el futbolista de arena aún no ha logrado desprenderse de todos los granos de la playa que lo conforman.