Llegaba del trabajo, tiraba la cartera encima de la cama e iba directo al frigorífico. Cogía la primera lata de cerveza que hubiera. De eso nunca se olvidaba. De la cerveza, no. Si se olvidaba, todo se iba a la mierda. No podía permitirlo. Cogía la primera lata de cerveza y luego se sentaba en el sofá. Dónde está el puto mando. Y el mando no aparecía. Y el cansancio acumulado en la oficina, en un trabajo insufrible dentro de una rutina insufrible, aumentaba. Monstruo enorme que engullía su existencia. Cansancio y rutina. Lata de cerveza.
Lo encontró después de un rato. Apartó los restos de la cena del día anterior y encendió la televisión. Buscó entre la lista de canales hasta dar con el primer show telebasura. Presionó el botón del mando. Estoy hasta los cojones de ver las noticias. De la política, de las cosas serias. Me quedan pocas latas de cerveza. Tengo que ir al súper. Qué asco de programa. Pero estoy hasta los cojones de las noticias.
Se pasó el resto del día viendo la televisión. El cielo, de rojo a un negro cada vez más profundo. Las luces de la calle se encendieron. Se levantó alguna vez para mear. El suelo crujía con cada pisada. Llevaba tiempo sin limpiar. En su mesilla de noche había un libro de Bukowski. Su vida encajaba con Bukowski. Su vida era un puño en la boca del estómago.
La tele se escuchaba de fondo, apaciguada por el sonido del chorro cayendo en el agua. Era lo único que se podía permitir para aniquilar el silencio. No tenía dinero para vacaciones. Odiaba los perros. Y los gatos. Los odiaba con todo el alma. Igual que odiaba las noticias. Así que veía la televisión y asesinaba el silencio con el glú, glú de su garganta ingiriendo alcohol. No podía permitirse más, lo siento. No, no se lo podía permitir.
Deseaba tener otra vida. Deseaba no tener silencio. Era doloroso y terminaba exhausto. Todas las noches la misma lucha: una cama que se hacía enorme y un silencio que se transformaba en una serpiente. La serpiente entreabría la puerta de su habitación y reptaba por la cama. Él no se daba cuenta, pero la serpiente se metía debajo de su pantalón de pijama sucio y ascendía por su pecho. Lograba llegar hasta el cuello y ahogaba. Ahogaba hasta que se despertaba con un nudo en la garganta tan dañino que tenía que levantarse a por otra cerveza. Para alejar a la serpiente y que no lo matase. Sin respiración. Chao. No más noticias.
¿Entendéis ahora lo de la cerveza? Beber o morir. No podía permitirlo.
Se acostó. El somier rechinaba cada vez que cambiaba de posición. Cuando se iba a dar la vuelta, su espalda se topó con otro cuerpo. No supo cómo reaccionar. Miró y se percató de que era una mujer. Entonces sonrió. Por fin, su asesina de silencio. Lo había leído en algún libro. La salvación. No más silencios, solo besos y gemidos antes de dormir. No más noticias, solo caricias y te quiero bajo las sábanas ásperas. Podía reventar la televisión con un martillo. No más latas de cerveza. Era lo que necesitaba: no una mujer cualquiera, no una chica sin más, sino amor. Alguien que le ayudase a seguir adelante, alguien que matase lo que más temía. Que se atreviese a verlo hecho un ovillo y lo abrazara cuando se sintiera débil. Es decir, la mayor parte del tiempo.
Se besaron. Se enamoraron en un tiempo rápido. No sabía cómo era la mujer, solo que sería salvación y compañera. Se sintió pleno y completo, ya no solo e incomprendido. Qué alegría. Ya había sustituido el libro de Bukowski por otro más feliz. Elige cuál. Da igual.
***
Encontraron su cadáver cuando los vecinos se alarmaron por el olor que salía del piso. Ni sus compañeros de trabajo notaron su ausencia.
La televisión seguía encendida. El frigorífico solo tenía latas de cerveza. Bukowski estaba en el cabecero de la mesita de noche.
Murió por exceso de silencio.