Las líneas de los mapas

A ella siempre le ha gustado el gris. No sé si llegaré a comprenderla del todo. Tampoco quiero, porque no comprenderla me lleva a querer explorarla, y explorarla me permite perderme en sus pasillos laberínticos y hablar -con ella, conmigo mismo- hasta que ya no puedo más. Me dice que hable, que me abra y no me calle, y se lo agradezco. El gris, el blanco y el negro son su triunvirato eterno. Predominan en las prendas de ropa que hay colgadas en su armario y en su forma de acercarse al mundo. Le gusta definirse a sí misma como una mujer gris, que no desentone y mantenga la sobriedad y elegancia de esos colores. ¿No necesitará nunca el color?, me digo. Elegancia y sobriedad definen cada milímetro de su cuerpo.

Se contempla desnuda ante el espejo. Se coloca de lado y recorre las líneas que conforman sus caderas. Y, entonces, cuando puedo, respondo a esa pregunta y le intento llenar de color las curvas. Me ensucio los dedos de rojo y azul, verde y amarillo, y la acaricio y sonrío. Deslizo los dedos por sus muslos, por fuera y por dentro, por la espalda que tiene y me gusta mirar y acariciar, hasta por su vientre. A veces, se ve a sí misma desde fuera, separada de su cuerpo, y no sabe muy bien cómo sentirse. En ocasiones un escalofrío le recorre la espalda. Es el prólogo al alejamiento del mundo y del entorno que la rodea: amigos, familia y compañeros de trabajo. La pregunta de qué es la felicidad le palpita muchas veces en la cabeza. Llega cuando está desayunando y ya ha dejado de prestarle atención al vídeo de Youtube con el que se entretenía. Le invade una melancolía enorme y no es capaz de contestar con seguridad.

Muchas veces se marcha al trabajo machándose con esa pregunta. Es una continua lucha filosófica en su vida. Disipa la duda cuando se sienta delante del ordenador y comienza a teclear, perdida en unas líneas de texto de un documento Word. Al salir del trabajo, come en algún bar cercano y comienza la búsqueda incansable, el momento de éxtasis en donde ella es ella y no hay cuestiones que la agobien.

Recorre todas las librerías y tiendas de segunda mano que el tiempo le permite. Necesita reencontrarse con el oasis de paz que le ha acompañado desde su niñez y que ha servido para aislarse de los vendavales personales y de las locuras de una vida que a veces la supera. Como a todos, como a todo. Busca mapas y cuando los encuentra se queda parada, acariciando las hojas a color. Prefiere los políticos a los geográficos porque le parecen más interesantes. Si le gusta mucho, los compra y corre en seguida a casa para seguir devorándolos en silencio.

Tiene estanterías repletas de mapas: Europa, África, América, Asia y Oceanía. España, Italia, Francia, Estados Unidos, India, Myanmar, Nueva Zelanda, Australia, Congo, Costa de Marfil, China, Rusia. Tiene planos de las grandes ciudades europeas, pero sobre todo de París, que ha visitado varias veces. Guarda los recuerdos de la capital francesa en uno de los cofres de su corazón. Me pregunto qué habrá en los otros, si algún día lo sabré. Los mapas son su ojo de huracán, y los contempla en las largas noches de invierno y las tardes melancólicas de otoño. Se sienta en la cama y los mira y remira y yo la miro y remiro a ella, que sonríe y habla de anécdotas geográficas. Se va apaciguando poco a poco y deja que la magia llegue al mundo, sus pies no tocan el suelo y una camiseta que le queda muy grande tapa sus rodillas y le permite cobijarse dentro de sí misma y de la inmensidad del mapa. Entonces yo la delineo con los ojos -delineé- como delinea con los dedos sus preciados mapas, y ambos nos sentimos tranquilos, cada uno en una vasta extensión de terreno diferente la clara disposición de las calles de Barcelona, por ejemplo, que la tranquilizan y adormilan. No le gustan los planos de las ciudades medievales, porque todo ese caos le abruma. A lo mejor le quita el sueño.

Cuando se siente bien, deja el mapa y se marcha a dormir. Algunas noches duerme y otras no; quizá no sirve siempre la misma ración o el mismo tipo de mapas. estoy haciendo un mapa de ella misma para regalárselo, y no lo sabe aún, y eso que soy un cartógrafo pésimo, pero quiero que lo tenga para que se encuentre cuando no se encuentre Eso le lleva a otra pregunta, que también se le viene cuando está desayunando o en el metro hacia el trabajo; es atrevido, espero que no se ofenda, pero llevo mucho tiempo excavando en sus recuerdos y en su forma de ser para hacerlo lo más real posible. No sé si lo conseguiré, pero queda poco y mientras tanto la sigo observando sentada con sus mapas en las noches donde todo está apagado -las luces las sábanas el mundo-.  ¿cómo saber qué mapa utilizar para cada momento? Por eso acumula tantos, tantísimos que siempre tenga diferentes opciones para calmarse. Quizás haya un mapa para el amor y otro para el odio, otro para el cansancio y otro para la melancolía, y ese afán recolector mueve su vida y se convierte en su obsesión o en su forma particular de ser feliz.

El mapa hecho, está pintado con varios colores, no me han quedado muy bien las proporciones y ella lo notará cuando lo vea con ojo exhaustivo, pero no pasa nada. Una noche, al llegar de la cacería diaria por las tiendas, se encuentra una hoja debajo de la puerta de su piso. La agarra, le da la vuelta y sonríe. Ahí está una figura que supone que es ella, con los contornos difusos y hecha de versos pintados a colores, y en su interior están los países, los continentes aglomerados y constreñidos pero que la llenan, la conforman, la hacen diferente, y alrededor de ella más versos que la rodean y la liberan, le dan alas. ella está hecha de mapas, así que sería injusto hacerle un mapa en donde no tuviera todos esos nombres dentro. Ella se encuentra en los mapas que tiene, y yo me encuentro en ella. ¿Es el ciclo del amor? no sé, no lo sé ni quiero saberlo, quizá muera sin conocer y sin comprender y comprenderla. Mapa entregado, recuerdos vivos y coleteando, y yo vuelvo a los poemas que son mis mapas y seguramente no regrese, porque inicio un viaje de no retorno a las cenizas de un amor apaciguado. Vale.

Se va hacia la cama, postergando la cena. Se sienta, como siempre pero como nunca, y no para de beber del dibujo y de los países que hay dentro, con una caligrafía a mano difusa y poco legible, pero que habla de alguien que ya no está pero a veces está. Los mapas y la poesía, ella y él, unidos en el mismo folio.

Se pregunta -sabe la respuesta- si ahora necesita más mapas.

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