Todavía llevaba puesto el uniforme de la tienda cuando se apoyó en la verja. Se quedó varios minutos allí, observando el flujo continuo de un río clamoroso que no se topaba con ningún dique capaz de contenerlo. Al verla, uno se pregunta qué siente. Si impotencia por no estar al otro lado, morado en la camiseta, cartel en la mano y consigna en la boca, o si se nota distante y lejana de aquella realidad que transcurre ante sus ojos. Las mismas preguntas vuelven a mi cabeza cuando paso por delante de algunas tiendas compostelanas con luces encendidas y trabajadoras aún dentro. Los Uterqüe, los Women´s Secret.
Era difícil pensar que el río feminista que inundó ayer Santiago tenía fin. Recorrerlo desde el principio hasta el final suponía toda una demostración de lo increíble del momento. Y por el camino, la consciencia de culebrear bajo un movimiento que no entiende de intereses partidistas, que no se ve representado en el sistema político actual y que, ante todo, muestra una intergeneracionalidad esperanzadora. Se escuchó por toda Compostela la fuerza del grito contra el machismo y los aullidos por una igualdad no conseguida.
Aunque entre el caos sonoro, entre el rebumbio de aquella tarde-noche en Santiago, también había reductos de silencio. Un grupo de traductores de lengua de signos acompañaba a varias personas sordas a las que les traducían los cánticos. Las manos se movían ágiles y la magia y el simbolismo rodeaban la escena. A pesar de que no pudieran escuchar cómo las reivindicaciones llenaban la plaza de Obradoiro, al menos lo sentían y se percataban del poder y la fuerza de las palabras y la unión.
Durante el recorrido, hubo espacio para la tristeza. Al menos, al recordar a quienes no podían estar o pensaban inocentemente que aquello no era tan grande. La limpiadora de la facultad de Ciencias de la Comunicación, que por la mañana mostraba su apoyo con una chapa feminista rompiendo la monotonía de su uniforme blanco; las mujeres que viviesen en pueblos y no se animasen a desplazarse a las grandes concentraciones; las que se casaron con el silencio y no tuvieron a nadie en quien depositar las responsabilidades del cuidado de su padre, madre o marido. Ellas no pudieron gritar ni coger el cartel para sumergirse en el río y sentirse apoyadas y acompañadas. Por lo menos, vieron por la televisión o escucharon por la radio o leyeron en el periódico que no se olvidaban de ellas, que los gritos eran, en realidad, los aullidos de quienes no tenían ni tienen voz.
La lucha y construcción del feminismo va más allá del 8M. Es una pugna diaria, una arena de batalla con gladiadoras incansables. Va más allá de la fotografía de Obradoiro lleno o de una Cibeles a reventar. No es solo una instantánea, un momento concreto, sino un sentimiento de hartazgo que sobrevive en las más mayores, vive en las jóvenes y pervivirá en las más pequeñas. Es la sonrisa de las que se ven reflejadas en todo ello, pero por algún motivo no pueden estar ahí. La camarera del Café Casino de Santiago, mayor, que sonreía ante el ruido y la potencia, o la chica del Stradivarius que se quedó colgada de la verja, quizás aferrándose a ella para no volver a perderse entre las prendas de ropa y las tareas que le quedasen pendientes.
Las historias del cartón
La potencia narrativa de la cartelería del 8M es enorme. Pasearse por los carteles, que soportaron estoicamente la lluvia de la capital gallega, supone ser testigos de toda una serie de contenidos esenciales, compartidos en el resto de ciudades: desde la irrupción de Vox en el panorama político al recuerdo de las asesinadas por violencia de género, la precariedad laboral en la investigación académica o la brecha salarial.
Así que dejamos un poco de cartelería por aquí, de cuando Ángel Vidal, cámara en mano, y yo, libreta y bolígrafo, fuimos a la manifestación:
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