En estos tiempos oscuros y profundos, a veces cuesta encontrar un rincón donde cobijarse. Se solidifica la tristeza y la maldad en todo el horizonte: la guerra, la fatiga pandémica, los ahogos económicos, la rutina cansada. Arrastramos ya dos años de impactos psicológicos y de vaivenes vitales, y salen las ansiedades, las depresiones y el agotamiento. Explota, como aquel volcán canario, el drama y la dinámica peligrosa de tener una juventud sin esperanza.
Y quizá por eso, seguramente por todo eso, he tomado la decisión casi ideológica de impedir que se me vayan los sueños y las ilusiones de la boca del estómago, de las cavernosidades del cerebro. Miro hacia el futuro imaginando (imaginar, qué verbo) el momento justo donde soplen buenos vientos —que soplarán—; el momento justo donde la tristeza y el cansancio vuelen libres hasta la inexistencia —que volarán—; ese instante donde regrese el sol, los reencuentros y algunas de las cervezas que han esperado pacientemente su turno. Todo eso volverá: es parte bendita e irremediable de la gran aventura.
Combato con el máximo número de recursos todo esto, la tristeza que desarma y el cansancio mental que anula. Lo hago desde la consciencia de que es inevitable sentir ambas, pero también desde un hábito nuevo que va calando en mí y se va instaurando en la rutina: afino la mirada para encontrar alegría en las pequeñas cosas. Es quizás una consecuencia directa de la pandemia. Al necesitar más energía, algo de luz blanca dentro de la rutina grisácea, dedico mucho más tiempo a buscar momentos y procesos inéditos que aporten algo de calma. Aunque sea, sí, solo durante un breve instante, apenas unos efímeros minutos en el océano inmenso del reloj y su minutero.
Ahora me alegra mucho más, por ejemplo, percatarme de cómo se alargan los días. De cómo las jornadas van ganando luz y el sol se proyecta más tiempo dentro de mi casa. Los días se alargan y los paseos también, y también la vida social se expande, y hasta la lectura halla más espacios y más ganas. Fíjate: hasta me alegra mucho más ver cómo surgen las margaritas por el pueblo y cómo las flores lo van llenando todo. La luz, el día, el mundo se recupera del invierno.
Hay algo de belleza en ese proceso. Es más, mientras escribo este texto, pienso en toda la belleza que hay dentro de la recuperación. Pienso en lo esperanzador que es que siempre tengamos la posibilidad, y a veces hasta la certeza, de que cuando se toca fondo se podrá levantar la cabeza. Coger aire, respirar, lamerse las heridas y notar poco a poco los cambios, las mejorías. Qué alegría tan inmensa cabe cuando la enfermedad se queda atrás, y así llega un momento donde te miras en el espejo y ya no está. Cuando la dolencia física o mental se reduce hasta quedarse raquítica, hasta dejarte libre, y desde tu libertad te alegras de volver a encontrarte: te reencuentras.
Seré sincero: descubrí la belleza de la recuperación al operar de urgencia a uno de los perros de mi familia. Ahí, ya sabéis, surgieron las dudas, los miedos, los peligros, las lágrimas y también la consciencia densa de que todos, animales y personas, podemos llegar a sentir esa alegría al vernos de nuevo dentro de nosotros mismos. Qué alegría me asaltó, por ejemplo, al ver a Chula, nuestra perra operada, volver a dormir sin temblores ni dolores. Aún recuerdo que se me llenó el pecho de una felicidad desbordante cuando volvió a recorrer los espacios verdes por los que le gustaba pasear. Cuando volvió a ser ella, otra vez ella, siempre ella, después de las incisiones y las cirugías y las extracciones y los puntos. Ahí estaba, plenamente, la alegría de recuperarse.
Así combato estos tiempos duros, desde la búsqueda a veces desesperada de nuevos espacios que valorar. A veces es un paisaje, una caña o una compañía que echaba menos. Buscar momentos inéditos que me producen placer es también una forma de recuperarme a mí mismo. Camino para que ese hábito se mantenga en el tiempo. Y me repito —ese quizá sea mi mantra incluso para escribir este texto— que tarde o temprano llegarán buenos vientos. Al fin y al cabo, los lestrigones y cíclopes de Poseidón, el dolor y la tristeza y el cansancio, son parte inevitable del viaje a Ítaca:
Ten siempre a Ítaca en tu mente.
Llegar allí es tu destino.
Mas no apresures nunca el viaje.
Mejor que dure muchos años
y atracar, viejo ya, en la isla,
enriquecido de cuanto ganaste en el camino
sin aguantar a que Itaca te enriquezca.
Ítaca te brindó tan hermoso viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.
Pero no tiene ya nada que darte.
Aunque la halles pobre, Ítaca no te ha engañado.
Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia,
entenderás ya qué significan las Ítacas.
– Konstantino Cavafis