Dialogar con tu novela: una historia de dudas, obsesiones y placeres

Teóricos literarios y escritores y escritoras de diferente pelaje explican con claridad las principales fases de creación narrativa. Tenemos la planificación y organización de la historia, la redacción como tal, la corrección… Bloques grandes de trabajo divididos también en subapartados y actividades que ejemplifican la complejidad de todo el proceso, de toda la escritura. Pero no se ahonda tanto en la existencia latente, incluso invisible, del diálogo constante con uno mismo que hay en cada una de estas fases; una conversación con el propio ego a veces hinchado, otras raquítico y autodestructivo.

Escribir, mucho más corregir y más aún alcanzar el sueño húmedo de la publicación, supone también someterse a un flujo de aprendizaje: aprender a cuidarse, a ser justo con lo que se ha creado, a entender los lazos que estableces con tus propias historias. Y hay un monstruo agorero al que enfrentarse: esa idea simple, a veces representada incluso como certeza, de que los textos siempre se podrían haber hecho muchísimo mejor.

Fue la mayor enseñanza que obtuve – y obtengo- después de publicar la primera novela: cómo gestionar el diálogo solitario con tu propia obra. Y lo aprendí después de la obsesión que produce la corrección dilatada y sostenida en el tiempo. Reescribí, eliminé, reestructuré hasta el infinito Siervos de Tinta, sometido a una suerte de síndrome del impostor que me llevaba a cambiar verbo por verbo, adjetivo por adjetivo, una coma aquí y otra allá, contradiciéndome, como si el mundo terminara ahí, en el detallismo de la textualidad, como si todo se transformara de golpe con esa revisión compulsiva. Es más: como si solo la coma, el adjetivo, el verbo fueran la diferencia entre el éxito y el fallo para el lector. 

Corregir es el mayor diálogo de todo el proceso creativo. Es difícil determinar el final, saber cuándo uno enturbia la historia y el estilo o cuándo, de verdad, está ejecutando cambios de valor. En fotografía, el último manuscrito corregido de Siervos de Tinta.

Toda obra literaria se ve afectada por este diálogo intertemporal, lejano, entre el yo-presente y el yo-pasado; escribir, corregir y, luego, publicar, tres infinitivos que sintetizan un proceso largo, con suerte un año (o más) de esperas. La dilatación temporal hace que crezca esa insatisfacción que presentamos aquí, en este artículo algo redentor; hace que presentes tu novela cuando ya estás deseando hablar de otros proyectos, de los porvenires, de lo que estás escribiendo con tu visión actual, más justa con la realidad. Lo dice, por ejemplo, Berta Dávila, y también reflexiona sobre esto Jorge Carrión:


Lo más probable es que cuando llegue el momento de la publicación, el desembarco en librerías y la exposición pública de la novela primigeniamente fresca, ésta ya no sea fresca siquiera, sino algo desfasado. Así se construye la relación de autor-obra: desde la caducidad y las dudas. Y aun así hay que «defenderla a todos los niveles», tuitea Carrión, para que todo lo que hayas escrito después, posiblemente percibido como algo más interesante, mejor estructurado y original, tenga futuro. Se trabaja desde la caducidad y la distancia temporal para hacerse un hueco en un mercado voraz, de ritmo trepidante.

Al final, el proceso de escritura conlleva modular la exigencia y disfrutar como se pueda de las ondas de satisfacción personal que lleguen a tu ribera. Conlleva entender que toda novela se proyecta desde lo más profundo del pasado hacia el presente, con manuscritos que se pierden en flujos extensos. Todo eso se vive, se aprende, se intenta gestionar con las miedosas, ilusionantes, primeras obras.

Escapar de la obsesión creativa 

¿Cómo evitar la obsesión de la corrección? ¿Cómo controlar la situación para que la conversación entre egos no termine en discusión y reproche? Son las dos preguntas constantes que me he hecho en estos últimos meses. Una respuesta inmediata: es esencial marcarse límites y afinar el proceso creativo de la escritura.

En mi caso, aquí los límites: pasar de dieciséis, diecisiete correcciones del manuscrito -perdí la cuenta, y no con orgullo, sino con la asimilación de que podía llegar a ser un comportamiento tóxico- a entre tres y cinco.

La primera corrección pone el foco en el contenido estricto (¿qué escenas sobran o podrían funcionar mejor? ¿qué personajes presentan incoherencias? ¿cómo funciona la estructura?); la segunda se centra en lo estilístico (¿cómo aligero las frases? ¿qué párrafos o capítulos necesitan mejorarse, tener más textualidad emocional?) y la tercera, por lo general, trabaja la ortotipografía y la gramática (revisar sangrías, uso de guiones, interlineados, organización capitular, perfilar los matices de las palabras…).

Estas tres revisiones mínimas me ayudan a evitar la obsesión. Sé, también, que cinco es el límite: hasta cinco grandes revisiones y no más, ya déjalo Pablo, antes de que llegue la obsesión, la exigencia, la autodestrucción. Que vuele el manuscrito entre betalectores, entre editores, y que se mantenga el placer del trabajo artesano.

La estructura, falla en la estructura… La de veces que se lo dije a mis amigxs hasta casi el hartazgo. Pero no hay nada mejor que planificar un poco la organización de la historia para cerrar los andamios principales que la sustentarán. Mejorar la estructura narrativa sin hacer estragos cuando el manuscrito ya está escrito es considerablemente complicado. Foto: Alain Pham.

Todo va de caos emocional, de montañas rusas. Esa es la imagen arquetípica para hacernos una idea de lo que se siente cuando se alcanza la publicación mística (el misticismo de relacionar a tanta gente en un único artefacto literario, tecnología tan antigua, tan divina).

En ese proceso se pasa del orgullo al síndrome del impostor, luego del síndrome a la alegría. Y así. Pero al final, llega siempre la ilusión de poder vivir una presentación literaria propia; que haya lectoras y lectores que se sientan marcados por el relato creado; que tengas la posibilidad de acudir a un club de lectura o café para comentar lo escrito, hablando de ese cúmulo de personajes que salieron de tu cabeza, entrañas y vientre como si fueran personas con genética y recorrido vital. Escribir, con su precariedad, con sus miedos y sus dolores, es ante todo esto: disfrutar de la ilusión de compartir lo literario. 

Así siento ese proceso de «construirse como autor», una siembra lenta para terminar autodefiniéndonos como escritores y escritoras sin miedos y sin impostores. Ahí, en un punto ya despojados de dudas y obsesiones, experimentamos por fin el sustrato fundamental de toda cultura y de toda escritura: el placer.

Otra vez, siempre el placer.


Por si te pica la curiosidad y quieres conocer más de esa novela con la que aprendí mucho…

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