Crónicas de Pílades (II) – Alarma

Lee aquí la anterior entrega

14/03/2020

Artículo 116 de la Constitución Española

1. Una ley orgánica regulará los estados de alarma, de excepción y de sitio, y las competencias y limitaciones correspondientes.

2. El estado de alarma será declarado por el Gobierno mediante decreto acordado en Consejo de Ministros por un plazo máximo de quince días, dando cuenta al Congreso de los Diputados, reunido inmediatamente al efecto y sin cuya autorización no podrá ser prorrogado dicho plazo. El decreto determinará el ámbito territorial a que se extienden los efectos de la declaración.

Salgo a la calle con la sensación de que, en vez de un virus, lo que estamos viviendo es una crisis por radiación. Aspiro con desconfianza el aire y me alejo de las personas con las que me cruzo en este pueblo coruñés con nombre de dios de la guerra. Corro para despejarme, pero también para ver qué hay en las calles. La mayor parte de las personas que encuentro se aglutinan alrededor de farmacias y supermercados; el resto pasea con los perros y hace algo de ejercicio, aunque estos últimos sean más bien rareza.

Pedro Sánchez ha declarado el estado de alarma, y no puedo evitar sentir el peso de esas palabras cada vez que salgo o me planteo salir a la calle. La victoria depende de cada uno de nosotros; el heroísmo consiste en lavarse las manos y quedarse en casa; todos tenemos una tarea y una misión en las próximas semanas. A partir de aquí, de esta activación del recurso legal para controlar poblaciones, hospitales privados y poner en marcha hasta al ejército, solo se divisa una situación más complicada.

En la prensa, en las esferas políticas, se habla del coronavirus como una emergencia que no atiende a fronteras externas ni internas, pero ahora la vida, más que nunca, se ampara en las fronteras para protegerse. Es una situación contradictoria, porque para terminar con el virus se necesita un trabajo global, que consiste nada más y nada menos que en encerrarnos en nuestras casas y poner barreras entre unos y otros. La frontera de nuestros hogares, luego la frontera de nuestras comunidades autónomas y más adelante la de nuestros países. Por primera vez en mucho tiempo, los europeos volvemos a enfrentarnos a ellas.

«Es una situación contradictoria, porque para terminar con el virus se necesita un trabajo global, que consiste nada más y nada menos que en encerrarnos en nuestras casas y poner barreras entre unos y otros». // Fotógrafo: Eduard Militaru

Si algo deja el coronavirus, es un camino libre a la reflexión desde un sinfín de aristas: la microbiología, la psicología, la economía, la geopolítica, las políticas públicas… Todo de cara a un futuro en el que se avecinan cambios. Pienso en el individualismo cultural intrínseco al liberalismo, frente al colectivismo disciplinante de Asia; se me viene a la cabeza un Macron que ahora, como hizo en su momento Sarkozy a comienzos de la Gran Recesión, habla de refundar el capitalismo.

Porque si parece que algo va a venir, es otra crisis económica. A lo largo de la cuarentena, quizá comencemos a preguntarnos ya no cómo sobrevivir al coronavirus, sino más bien cómo no pasar hambre. Las cancelaciones de vuelos y de hoteles, las pérdidas de restaurantes y bares, el pago de cuotas de autónomos cuando no se tienen ingresos… En una España donde se para el turismo, que representó un 12,3% del PIB de 2018 según el INE, el golpe económico puede ser enorme: déficit por las nubes, paro colosal. Ya no sirven las previsiones de crecimiento, que se situaban alrededor del 1,6% para España. Europa tampoco se salvaría. Desde luego, en una sociedad global donde la producción se concentra en Asia, (teléfonos móviles, ropa, calzado, juguetes, muebles, plásticos…), no se puede cerrar China sin que se cierre el mundo. La economía mundial se enfrenta a un panorama complicadísimo.

Desde la Comisión Europea se hace hincapié en la importancia de proteger el sistema sanitario, el tejido empresarial y los puestos de trabajo. Pero para hacerlo, será necesario incluir grandes planes de inversión en liquidez, que ayuden a solventar la brutal crisis de demanda, producto de la paralización de las actividad.

Llegarán las mismas dudas que en aquel fin de la Gran Recesión. Y hablaremos de traer producciones dignas de nuevo a Europa, de dejar de ser tan dependientes, de forjar una estructura europea más sólida, de aumentar la soberanía nacional… Nos enfrentaremos al dilema pasado: ¿austeridad? ¿intervención estatal para fomentar el consumo? No sé si las respuestas a las preguntas serán las mismas que antes. Quizá del caos surja un nuevo principio vertebrador. Del caos, un orden distinto.

A lo mejor cambiaremos la concepción que tenemos sobre nosotros mismos, esa creencia en nuestra divinidad que se sustenta en el control de la naturaleza. Este mundo, el del planeta, funciona más bien así, de manera imprevisible, como la vida. Seguimos siendo frágiles, aunque nos empeñemos en deslegitimar la idea de una naturaleza medianamente libre, incontrolable, que modula nuestra existencia humana. También podría pasar a todo lo contrario: encontrar en el progreso científico el fin de todos nuestros males, incluida la muerte. Renovaremos la creencia en la ciencia y la ciencia nos traerá el paraíso que ninguna religión ha podido desarrollar en la tierra.

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