Me reprendo a mí mismo por no hacerlo lo suficiente; pienso mucho en el amor, en el mundo y en el futuro, pero dedico poco tiempo, en comparación, a los amigos. Al menos, no tanto como lo haría si mi cabeza fuera un mecanismo de comprensión rápida, con manual de instrucciones y claros bailes racionales. Ni siquiera soy consciente de si esta proporción que arranca el motor del artículo se encuentra más equilibrada de lo que yo pienso y siento; es lo malo y lo bueno de hablar de uno mismo: no puedes tomar distancias.
Dejémoslo en que pienso menos de lo que me gustaría en ellos. En los que llevan conmigo desde que comía chucherías en la tienda de dulces de mis padres, cuando era un soñador más pequeño; en los que me acompañan y me aguantan en las entrañas de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de Compostela; en los que estuvieron cerca de mí, pero ahora están abocados a mensajearme, a intercambiar palabras, pura textualidad, a través de ese contexto tan frío que brinda el teléfono móvil y las redes sociales.
Ahora que me bajo un momento del frenético carro de los días, les dedico las pocas cosas que tengo: unos cuantos pensamientos y otras tantas letras malamente juntadas.