Los padres se congregaban en la grada, único bastión del sol en aquella mañana madrileña donde el frío se adhería a la piel y tenía una intención dañina de llegar hasta las entrañas. Los chavales de catorce años se atrevían a combatir la fina capa de hielo sobre el césped con la vivacidad de sus botas y la compañía del esférico. La atenta mirada de sus padres y los ánimos y atenciones constantes de su entrenador -dígase, mi hermano mayor- ponían a calentar la maquinaria de sus piernas.
En el distrito de San Blas-Canillejas, uno de los cadetes del Sporting de Hortaleza se enfrentaba al equipo local. Rival directo, partido importante en una liga en la que las diferencias físicas marcan las distancias en la tabla. Concentración de los cadetes, charla motivadora, la seriedad inusitada que otorga el fútbol a los pequeños. Pocas bromas, la búsqueda de la unión y en la cabeza solo la competición. Pero también aquellos valores que de vez en cuando se le olvidan a los más grandes.
«Respetamos al rival. Si metemos tres, respetamos al rival. Y para respetarlo, hay que seguir jugando. Nada de tocar el balón sin más y no atacar. Si metemos tres, luego el cuarto. Pero siempre con respeto». Eso les comentaba mi hermano, que mencionaba los nombres de los niños de vez en cuando para que no perdieran la atención -poca, es cierto- en los quince minutos de charla previa. Y en cuanto saltaron al campo, otra advertencia: «Así no se sale a un campo de fútbol, eh. Así no se sale. Se sale juntos como equipo».
El partido terminó con un 1-3 a favor del Sporting de Hortaleza. La victoria es fruto del trabajo más que de la épica, del esfuerzo colectivo que, por cosas del fútbol, acaba en tangana y una charla pendiente con uno de los jugadores por una celebración exagerada y provocadora.
Si algo parecía primar en aquel ambiente, era la sensación de que había muchas más cosas detrás del fútbol que las instrucciones tácticas y técnicas. Un afán constante por hacerles ver que hay equipo y no individualidad, respeto y no provocación y el espacio ineludible e irreductible de la diversión de los chavales. Los padres habían dejado en casa la cansina actitud recriminadora para con el árbitro y se prodigaban más en ánimos y fastidio por las ocasiones no aprovechadas. Se respiraba un ecosistema social sano, tanto lúdico como deportivo. Y ahí el fútbol cobra mayor sentido e importancia, se observa la complicación táctica que tiene y abandona el hábito de la obcecación hooligan.
Al día siguiente, el mismo deporte ofrecería su lado oscuro, como una película de Star Wars.
En el estadio Alfredo Di Stéfano, salían al campo las canteras del club blanco y el Atlético de Madrid. Mitad adolescentes mitad adultos, en esa transición en la que yo mismo me encuentro, atendidos por la mirada de cientos de personas que resistían lo mejor posible al frío. Pipas, bocatas, cafés. Comenzó el partido y, con naturalidad y poca pausa, también la retahíla insana de insultos hacia el árbitro, de idiota para arriba, y hacia los jugadores rivales. Crecía en mi interior la incomodidad e insatisfacción de ver que el fútbol y los colores del Real Madrid cegaban la razón de sus seguidores.
El partido terminó con dos expulsados y un penalti en contra del Real Madrid. Y ya pueden imaginar ustedes lo que pasó durante el partido, teniendo en cuenta que se jugaba en casa. La dolorosa constatación del odio de la sociedad -no solo en el fútbol, sino en muchos otros lugares de nuestro alrededor, desde la política hasta el periodismo- y de la violencia rápida y explosiva. Pienso que quizás así se sienten mejor después, tras haber vaciado todo el cargamento de insultos sobre alguien. O se hace en un campo de fútbol o en Twitter.
«Ahora sí, ¡pártele el tobillo!», gritaba un niño mientras su madre, al instante, soltaba un «¡Alfredo, por favor!».
No quiero yo ahora demonizar el fútbol y prodigar esa idea de que solo el fútbol nos vuelve un poco más salvajes e influye en los niños. No voy a horrorizarme ni a poner el grito en el cielo. Desde luego, hay muchos otros puntos en donde pueden aprender más y mejor cómo insultar, desprestigiar y meterse con una persona; tampoco soy de los que pretende que los chavales vivan en un mundo de yupi sin crueldad. Simplemente sentí las dos caras del fútbol, la del respeto y la mano al rival, la de la reprimenda ante la provocación y la desunión, y la que busca la pelea y la confrontación, el insulto y la queja antes que la elegancia y el trabajo. Una con los pequeños, otra con los mayores.
No podemos librarnos de lo uno ni de lo otro, pero aún así, me entristece. Me entristece y me sorprende -intentaré encontrar un motivo de mi sorpresa en otra ocasión- la existencia de una obcecación tan profunda, una explosión de odio espontáneo y descontrolado que salpica a todos y que puede llegar a contagiar. En el fútbol, la política y la vida.
Supongo que es más fácil insultar al rival a admitir el fallo de nuestros jugadores, de igual manera que es más fácil echarle las culpas al Otro, a Ellos, antes que pensar en quién causó de verdad los problemas económicos y sociales que hemos vivido. De eso va la cosa, de odiar, de falsa idea de opinión fundamentada cuando está mediatizada y perfectamente organizada para la destrucción masiva de todo lo contrario al pensamiento de uno.
La comodidad de la existencia del Ajeno.
Y ahora, si me lo permiten:
Putos indepes, putos fascistas, inmigrantes de mierda, señoros españolitos, asco de feminazis, podemitas venezolanos, y aquello de los taxistas y esto de los VTC, la derecha toda fascista y yo no me compro un chalé como Iglesias.
Para no desentonar.