La nada, el blanco, el silencio, el vacío. El aburrimiento, el hastío por la vida, el fin del mundo. Las voces, la mente quebrada, los pelos arrancados, el abrazo a las piernas del guardia, las lágrimas. El blanco, la nada, el silencio, el vacío.
Habían pasado varios meses desde la creación de las cárceles de hastío. Cada día, más delincuentes terminaban en las salas asépticas y comenzaban con la lucha inacabable contra la nada. Los primeros sentenciados a estos centros sonreían, optimistas, por escapar de la pena de muerte. Se relamían ante los jueces mientras la opinión pública enseñaba los dientes y clamaba sangre, no silencio. Querían sufrimiento, y sufrimiento tuvieron.
Los delincuentes entraban en la habitación y se quedaban de pie, sin saber qué hacer. Contemplaban la carencia de todo. Ni ventanas ni muebles ni ninguna otra cosa más que la puerta de entrada. Un vacío enorme, pero un vacío más agradable que la oscuridad y la inexactitud del otro lado de la vida. O eso pensaban.
La primera semana, los presos aguantaban relativamente bien el peso del aburrimiento. Daban vueltas por la sala y buscaban juegos para entretenerse hasta la comida y la cena, que eran los dos únicos momentos del día donde se interrumpía la calma absoluta de la habitación insonorizada. Los presos devoraban lo que se les ponía delante, pero no por el hambre que tuviesen, sino por el gusto de escuchar el runrún de la comida en su boca. Muchas veces, se guardaban algunos cubiertos para jugar con ellos después, pero cuanto las cámaras de la sala de hastío captaban la presencia de un objeto, los guardias se lo arrebataban. No había clemencia.
Cuando llevaban meses en la sala, llegaba el caos. Imploraban por tener algo que hacer, lloraban de impotencia ante esa lucha insensible contra el blanco, que también se expandía por sus tripas y, sobre todo, por sus mentes; la locura de ese espacio inhumano fragmentaba sus cabezas. Había reclusos que se inventaban personalidades diferentes para hablar y discutir consigo mismos. Otros no dejaban de crear historias para narrarlas en voz alta y así cobijarse en el sonido de sus voces. Era su herramienta de defensa, el escudo ante todo aquello que les venía grande.
Pero siempre se llegaba al límite. A la súplica, al llanto incontenible, a las peticiones para salir de allí y, también, a las autolesiones. Había un momento en el que se traspasaba la línea entre la cordura y la locura, y la sala de hastío se convertía en un rincón de morbosidad y repugnancia. Algunos, cuando ya no podían más, se golpeaban contra las paredes para reventarse la cabeza o se intentaban arrancar las uñas. La sangre decoraba aquel espacio límpido y le proporcionaba la vitalidad que necesitaba. Sin darse cuenta, los presos acababan convirtiéndose en cascarones vacíos que contemplaban fijamente la puerta; esperaban al guardia para pedirle que los sacara de allí, que les diera algo que hacer. Lo que fuese, pero algo que permitiese mantener ocupadas las manos y la mente, tan destrozada esta última por la ausencia de todo, por el spleen exacerbado. Nunca había suerte. El final era el mismo. La sangre y las vísceras y los gritos de socorro y los silencios vacíos y la existencia muerta y los dedos en los ojos y los puñetazos en la cara y la ansiedad y la angustia de no tener nada más para vivir que una línea imperturbable que no dice nada.
Años después de su incorporación, las cárceles de hastío habían logrado que se suicidasen el noventa y cinco por ciento de los reclusos.