Ha de ser la lucha que más cansa de todas. Ese andar pesado de la cama al baño, aún drogado por el efecto de unas sábanas demasiado apegadas al cuerpo y a la cara; esa luz grisácea que se cuela entre las cortinas y crea una línea en el suelo que sigo con los pies, intentando no desviarme del camino que lleva al baño. Me encuentro otra vez conmigo mismo y examino las curvas de mis ojos, el pelo o los ríos del cuerpo. Se cuela, de golpe, la imagen de lo que ha hecho el pasado de mí, todos los cambios que he vivido o estoy viviendo. El espejo, transición hacia la ducha reparadora y el agua que combate la deshidratación del alcohol y el sudor secuestrado de la noche. El espejo, paso previo a la rutina. El pijama que cae al suelo, los pies descalzos y el vaquero enjaulando los pelos de las piernas y transformándose en la nueva piel del muslo.
Espejos, espejos en todas partes. Espejo, red social. Cada visión particular e irreal que arrojo -arrojamos- al mundo para que lo devore e intente saciar su apetito insaciable. Los me gustas que oprimen, la sensación de vacío ante un guasap sin mensajes. El desierto, el olvido. ¿Es el olvido? Quizá otra cosa. A saber.
Debo mirar más hacia arriba, como los árboles. Difícil de cumplir; yo mismo lo pienso.
El espejo, el espejo. La desnudez de los complejos ante el cristal del baño, los abismos que ocultan los tuits, las instastories y los posts. Ahí, en ese mismo instante, todo ante la luz amarillenta del cuarto. Asusta, enorgullece. Depende del día, de la luz que me recibe y de cuánto palpitan las cicatrices -recuerdos ya cerrados- o las heridas abiertas. Ante la realidad pura del cristal, la realidad artificial del teléfono móvil. Pienso, mientras acerco el rostro al espejo, en el hartazgo que me produce este, mi tic nervioso que me lleva a entrar en Instagram y salir al rato. Automatismo que me repugna. En el instante de desnudez, soy más consciente todavía de la falsa atención que prodigo a vidas ajenas idealizadas. Aún sin tenerlo delante, parece que noto la presencia adictiva del teléfono móvil en el pantalón. Su presencia y las voces que contiene. Todas las versiones de mí mismo pendientes de actualización gritando a la vez, pidiendo, suplicando, sollozando que escriba, que eche la foto, que comparta con el mundo la poca (¿ficticia?) intimidad que guardo entre las manos. Marca personal o muerte.
Selección de valles que enseñar, picos tormentosos que olvidar, junto con las laderas de montañas quemadas por el sol y los incendios repentinos por el runrún diario
ocultar la luna amarillenta que llora pus y las veredas con cuerpos en descomposición
o las bibliotecas repletas de cenizas de libros
Arriban las ganas de alejarme y la fe atea en la desconexión, el autoconvencimiento de la toxicidad de esto y aquello. Tuitea, un dedo golpeando dos veces la pantalla, corazones. Luego, la realidad. El gusto y lo útil del ecosistema social; egoísmo pragmático que me impide satisfacer el impulso de borrar aquellas partes de mi personalidad tan necesitadas de atención inmediata. Monstruos insaciables de postureo y comentarios. Cansan y redimen, esa es la dicotomía de los espejos virtuales: la insatisfacción y el placer del reconocimiento.
Muy distinto, sin embargo, del espejo del baño, que es el reconocimiento de uno mismo, de la más subjetiva verdad que yace en el estómago. El abrazo al cansancio físico, anímico, mental, y el gusto por la carne sobrante, las ojeras que crecen y devoran milímetros de piel, las venas en las manos, los brazos delgados, los pies grandes y las orejas pequeñas, minúsculas guerreras en una refriega inacabable contra los auriculares. Abrazo, la mayoría. Puñetazo, algunas veces. Pero nunca contra el espejo del baño, nunca para romper el cristal que me convierte a mí en yo.
Supongo que a todos nos pasa o nos ha pasado o nos pasará. Las dudas, el autoengaño. Pero hay que quitarse las cortezas digitales y mirarse con sinceridad. Aunque se produzca el efímero momento -ya se fue, y no lo hemos visto siquiera-, en donde prefieres creerte lo que pareces ser en los espejos virtuales a lo que eres en el espejo de la realidad. Que es, ni más ni menos, aquello que ves un domingo por la mañana.