La certeza me llega siempre en los peores momentos: la única forma que tengo de sobrevivirme es escribiendo. Desde pequeño hasta ahora, apenas hace falta barrer un poco para encontrar la línea recta que conecta ambas edades, ambos tiempos. Y es una línea recta hecha de tinta y de palabras y de páginas, todo extendido sobre la línea, la línea convertida en un altar. ¿Un altar? Sí, supongo que a todo eso —a simplemento eso— me entrego para seguir adelante con fe absoluta. Lo hice desde pequeño; escribir como cura, como principal remedio para mantener la salud mental, la mínima cordura.
Escribir, por ejemplo, para combatir los cansancios diarios. No sé si es justo decir que solo escribiendo encuentro ese momento de echar el ancla, aspirar, mirar alrededor, mirarse adentro; bajarse la cremallera de las entrañas y asomar los ojos, toda la mirada, sin miedo a empaparse de líquidos propios. Solo escribiendo me puedo hacer un ovillo y pensar, y entenderme, y descansar. Descansar… a veces suena raro, a veces suena distante. ¡Descansar en lo mental, y no solo en lo físico! Pienso: no hay otra forma de entender la escritura que no sea como una herramienta para el descanso.
Lo he notado en estos largos períodos sin escribir ficción: cómo el cuerpo se me tensa, la mente se me enrabieta, el espíritu se me eriza, y el proceso de enajenación siempre termina aquí. Es decir, ante la hoja en blanco del documento de texto, la extensión infinita del blog digital, el desahogo de las teclas que se van atracando de tanto usarlas. El proceso termina ante el acto artesano de escribir sin rumbo, ante la estatua fuerte, de piedra, o de mármol, o de bronce, donde me apoyo y respiro y pienso, miro, entiendo, cojo fuerzas.
Cosa curiosa: el desahogo no me sucede con lo real, con la no ficción, con los corsés necesarios de lo periodístico. Da igual cuanto escriba, cuanto trabaje artesanalmente el artículo, el reportaje, la nota de prensa, que no se me destapona la cabeza. Solo me sirve perderme en las profundidades viscerales, moradas y rojas, que hay en mi mente, en mi mente cansina, en mi mente cansada. Solo me sirve crear desde la aparente nada, y que surjan los edificios, los personajes, los lugares, las conversaciones, la compañía, la arquitectura imaginada.
Para combatir los cansancios diarios, aprendí que debo marcharme un rato, sí, aunque sea una hora a la semana —lo mejor sería una hora al día— a todo ese paisaje imaginado, en construcción, moldeable, irreal. Tan maravillosamente irreal… Allá, donde no consulte obsesivamente las notificaciones ni haya tanto contenido esperando, interesantísimo todo, ingente todo, vastísimo todito, donde se hayan acabado las mascarillas y el tiempo pueda ir hacia adelante y hacia atrás según nos plazca a nosotros (los protagonistas y a mí).
Qué alegría que aún me quede la escritura, después de tanto tiempo —en concreto, calculo, por lo menos unos diez años—; rezo a mi altar de páginas y tinta y palabras para que ahí siga un poquito más, otro rato, luchando contra los cansancios. Que se quede, por ejemplo, hasta que me haga viejito y se me marquen los huesos. Qué alegría que aún me quede la escritura, después de tanto tiempo.