La certeza me llega siempre en los peores momentos: la única forma que tengo de sobrevivirme es escribiendo. Desde pequeño hasta ahora, apenas hace falta barrer un poco para encontrar la línea recta que conecta ambas edades, ambos tiempos. Y es una línea recta hecha de tinta y de palabras y de páginas, todo extendido sobre la línea, la línea convertida en un altar. ¿Un altar? Sí, supongo que a todo eso —a simplemento eso— me entrego para seguir adelante con fe absoluta. Lo hice desde pequeño; escribir como cura, como principal remedio para mantener la salud mental, la mínima cordura.
Escribir, por ejemplo, para combatir los cansancios diarios. No sé si es justo decir que solo escribiendo encuentro ese momento de echar el ancla, aspirar, mirar alrededor, mirarse adentro; bajarse la cremallera de las entrañas y asomar los ojos, toda la mirada, sin miedo a empaparse de líquidos propios. Solo escribiendo me puedo hacer un ovillo y pensar, y entenderme, y descansar. Descansar… a veces suena raro, a veces suena distante. ¡Descansar en lo mental, y no solo en lo físico! Pienso: no hay otra forma de entender la escritura que no sea como una herramienta para el descanso.
Lo he notado en estos largos períodos sin escribir ficción: cómo el cuerpo se me tensa, la mente se me enrabieta, el espíritu se me eriza, y el proceso de enajenación siempre termina aquí. Es decir, ante la hoja en blanco del documento de texto, la extensión infinita del blog digital, el desahogo de las teclas que se van atracando de tanto usarlas. El proceso termina ante el acto artesano de escribir sin rumbo, ante la estatua fuerte, de piedra, o de mármol, o de bronce, donde me apoyo y respiro y pienso, miro, entiendo, cojo fuerzas.