Las cadenas alrededor de mi cuello aprietan demasiado. Están cortándome la respiración, oprimiendo y destrozando todos y cada uno de los recuerdos de la libertad; me he olvidado de su sabor, de su fragancia, de su tacto, de su figura. Libertad se ha ido, Libertad ha muerto. El yugo de la esclavitud martiriza mi cuerpo y lo reduce a algo raquítico y feo. Mi mundo consiste en una habitación de unos pocos metros cuadrados. Habitación sucia y olvidada, habitación minúscula y agobiante. No salgo de aquí.
Duermo, cago, orino, como y vuelvo a dormir en la habitación, que realmente es un patio descuidado y en el que no me puedo cobijar cuando llueve. El frío desgarra todos los músculos, todos los tendones, y se instala sin ningún pudor en lo más profundo de mis huesos. La comida viene una vez al día, con suerte. La bebida nunca. Siempre esperan a que beba el agua de la lluvia en ese mísero recipiente.
El pelo me ha crecido sin mesura. Kilos y kilos de pelos que caen por mis ojos, por todo mi rostro, que rodean mi cuerpo en capas y capas asfixiantes. He intentado salir del patio; arañé las paredes y grité cada vez que oía ruidos dentro, más allá de la puerta. Esto solo los enfurecía más. Aporreaban la puerta para que me callase.
Es un infierno. No sé cuánto tiempo podré seguir así. Me duele el cuerpo. Cada vez que me muevo el collar me aprieta más y me hace daño, se me clavan las púas que han instalado en él. Las garrapatas corretean arriba y abajo y muerden, lastiman, destrozan. No sé cuánto tiempo voy a aguantar…
Pero un día se abre la puerta. Vamos, Niebla, vamos a dar un paseo, dicen. Entonces me quitan las cadenas, se deshacen del yugo y me ponen la correa. Libertad parece volver, parece abrazarme y mimarme. Pero Libertad es un espejismo, una ilusión. Mis dueños, cuando me sacan a la calle, me meten en una furgoneta.
No vamos a dar un paseo.
Me van a abandonar. O algo peor…